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  • Foto del escritorCiudadano Toriello

Y lograron sin choque sangriento...

Si a la Historia la privamos de Verdad, no nos queda más que un cuento inútil, sin provecho.” – Polibio, preceptor griego del general romano Publio Cornelio Escipión (c.208- c.125 adC).


Empiezo por señalar que considero a Francisco Pérez de Antón como a una de las más connotadas entre las escasas luminarias que han arrojado luz sobre el sombrío panorama intelectual y cívico guatemalteco del último medio siglo. Cuando a lo largo de mi vida nuestros caminos se cruzaron, siempre salí de esos encuentros enriquecido por su evidente bonhomía, erudición, inteligencia y valor cívico. Es más, casi siempre coincido con sus juicios sobre la cosa pública y por sus múltiples y patrióticas ejecutorias, lo valoro como uno de los guatemaltecos (sí, gran guatemalteco, aunque como Miguel García Granados, haya nacido en España) más valiosos de las actuales generaciones. Sinceramente, para decirlo en dos platos, me considero su compatriota y amigo. Pero “amor y aborrecimiento, no quitan conocimiento”, decía mi madre. Discrepo, franca y profundamente, de la interpretación que a nuestro “mito bicentenario” le ha dado su última obra, con el mismo título de esta columna, por razones que desde hace dos milenios apuntó Polibio, a quien por ese motivo, cito nuevamente en el acápite.


Debo añadir de entrada, también, que me resulta evidente que nuestro desarrollo histórico hubiese sido más afortunado para más de nuestros conciudadanos, si hubiésemos emergido del proceso independentista como parte de un Estado mucho más grande y unido en la América Española, en vez de esta veintena de naciones “divididas por la misma lengua” que resultó de nuestros bizantinos pleitos. Ergo, nuestra efímera anexión a México no fue negativa por ser una iniciativa integradora, sino por haber sido utilizada como un pérfido mecanismo para impedir, o por lo menos retrasar, nuestro tránsito hacia un sistema más representativo de todos los ciudadanos, uno menos cruel para sus mayorías. En 1821 fuimos apéndice del mismo proceso que llevó a la Independencia formal de México, pero nuestros vecinos, con más juicio patriótico que el nuestro, no celebran ni cantan loas a Iturbide o a sus seguidores, ni hacen fiesta de aquel año ciertamente memorable; sino celebran a sus frustrados contrarios, a Hidalgo y a Morelos, y resumen su orgullo independentista en “el grito de Dolores”, de 1810, cuando la independencia mexicana era sólo una aspiración y nó un hecho. Eso refleja una decisión política consciente que incide en la “personalidad colectiva” de México. Por eso, entre otras muchas cosas, observamos con callada admiración el evidente y espontáneo nacionalismo que exhiben nuestros hermanos mexicanos, uno del cual a veces nosotros pareciéramos carecer... Voy más allá: pienso que el acertadamente llamado “sabio” José Cecilio Del Valle, honestamente conservador, no carecía completamente de razón cuando prudentemente señaló que nuestra independencia era prematura, como demuestra el resultado que por posponerla y moderarla, alcanzó el unificado Brasil que emergió del anterior imperio portugués, nuestro otro cercano pariente ibérico. Pero pese a todo eso, “celebrar” el 15 de septiembre, fecha del primer acto (en 1821) de una conspiración subyugadora y elitista aún no del todo descubierta públicamente y más, fecha, también, de su execrable consumación (con el fusilamiento de Francisco Morazán, en Costa Rica, en 1842), me parece una aberración cívica de la cual hay que abjurar.


Dice Paco en la obra señalada que la “machacona y tediosa cantinela según la cual el interés económico de los próceres prevaleció sobre su interés patriótico” es una interesada distorsión de los hechos “porque de lejos se ve la intencionalidad política y el propósito de utilizar la historia como arma para disparar en el presente”. Argumenta que los comerciantes guatemaltecos de aquella hora no fueron culpables de crimen cívico alguno porque, sencillamente, ellos no hicieron la Independencia, sino que se les impuso “por los militares” que -ayer como hoy- eran quienes tenían realmente la sartén por el mango. Que además, se olvida el papel que jugó la entonces muy rica y poderosa Iglesia católica -implicando que a su juicio fue más culpable; y, que en 1821, para rematar, por despoblados, “no había pueblo” que pudiera articular su propio destino. En realidad, las ciento y pico páginas constituyen, si nó una apología frontal del patriciado decimonónico guatemalteco, sí un llamado a ver su rol, con, digamos, más benevolencia; con una actitud más conciliatoria que no despierte, aún hoy, inconvenientes actitudes revanchistas. No abogo yo por tales desbordes simplistas y evidentemente peligrosos, pero creo, como Santayana, que “los pueblos que no aprenden de su Historia, están condenados a repetirla”...


No permite la estrechez de una columna periodística confrontar en detalle la abrumadora “evidencia circunstancial” que contradice los argumentos torales de Paco, pero baste decir aquí que la oligarquía guatemalteca de la época, la aglutinada en torno al Clan Aycinena, sí fue la “titiritera principal” de nuestra fatídica conspiración falsamente independentista; y que su objetivo principal sí fue la preservación de privilegios insostenibles en relación al comercio exterior de aquel reino situado “en los confines” del decadente imperio español. Que los militares de entonces no eran una fuerza coercitiva convincente, como lo demuestra el fallido intento golpista de Rafael Ariza contra la Asambla Nacional Constituyente (1823), sofocado por la rápida reacción de los ciudadanos capitalinos, encabezados por un pequeño grupo de patriotas. Cualquiera que consiguiera 300 rifles (algo no tan difícil en aquellos tiempos, teniendo dinero) se hacía, de inmediato, de un ejército. Olvida Paco, también, que por coincidencia de intereses, la jerarquía de la iglesia católica era aliada natural del Clan, que eran casi lo mismo; como lo ilustra elocuentemente la unidad de ambas entidades en la persona del clérigo/marqués, el pomposo y amanerado, entonces futuro “obispo de Trajanópolis”, Juan José de Aycinena. Y sí “había un pueblo” crecientemente consciente de que estaba injustamente sojuzgado. Guatemala, ya entonces, era más poblada que el Bajío mexicano, donde ese mismo pueblo mesoamericano, armado de piedras, palos y machetes, se había sumado a la marcha del cura Hidalgo hacia la ciudad de México (llegando al increíble número de 80 mil espontáneos insurgentes), con una furia que al desbordarse, resultó en la terrible masacre de la Alhóndiga de Guanajuato, causando el pánico entre mineros, hacendados y comerciantes. A ese pueblo era al que le parecía al Clan que había que mantener incomunicado, ignorante y neutralizado; atemorizado con “la excomunión” y la acción armada bien pertrechada que encabezaba Iturbide; y al que había que timar con “los espejitos” de “la independencia”...


Esa historia tuvo sus héroes y sus villanos. Entre los primeros, por razones de espacio, sólo voy a mencionar a tres: José Cecilio Del Valle, Mariano Gálvez y sobretodo, Francisco Morazán. “El sabio” fue un conservador honesto, respetuoso de las leyes y contrario a lo que sostiene Paco, siempre dispuesto a defender sus convicciones frente al poder, como lo ilustra el que, por contradecirlo, Iturbide lo haya encarcelado en el Convento de Santo Domingo, en la capital mexicana, antes de “extraerlo” de nuevo, por su talento y erudición, para que fuera su Ministro de Relaciones Exteriores. Por eso, por ser hombre de principios, lo detestaba el Clan y por eso le robaron la primer Presidencia de la República Federal. Mariano Gálvez, talentosísimo expósito chapín, tuvo que pagar su atrevimiento de intentar “lanzarnos al futuro”, con un injusto exilio en México, donde al menos, sus luces, precursoras del talante de Benito Juárez, fueron reconocidas, dejándolo vivir -y morir- en paz. Y Morazán, a quien por izar la bandera republicana, le dieron, el 15 de septiembre de 1842, un fin (el fusilamiento sumario) que él no quiso darle a la traidora dupla de Juan José y Mariano Aycinena, cuando pudo hacerlo, en Guatemala, en 1829...


La principal villana de esta historia, hay que decirlo claramente, fue “la mayoría de la minoría” de la dominante Guatemala, cuyos designios fueron articulados por “el Clan”. A su pérfida acción le debemos: (i) el comprensible rencor de los dirigentes provincianos en contra de la capital; (ii) la pérdida de Chiapas del concierto centroamericano, como consecuencia de haber propiciado el envío de tropas al mando de Filísola; (iii) la demora en adoptar fórmulas republicanas, para tratar de perpetuar fórmulas autocráticas; (iv) nuestro primer fraude electoral y la subsiguiente guerra civil; (v) la destrucción definitiva de la República Federal; (vi) “la noche de los treinta años”, con la ridícula “presidencia vitalicia” de Carrera; y finalmente, a manos de Pedro de Aycinena, (vii) el torpe debilitamiento de nuestros legítimos derechos sobre Belice (1859). Lo más grave es que incidieron en la “personalidad colectiva” guatemalteca, dando lugar a una “cultura política aycinenista”, pacata, elitista, reaccionaria y cuasi-medioeval, que trascendiendo el ocaso de sus fundadores y encarnando de nuevo en los falsos liberales, subsiste hasta hoy.


Confieso que me sorprendió mucho el planteamiento de Paco en la publicación que hoy critico, pues él mismo ha sufrido la terca presencia de dicha mentalidad retrógrada: fueron ellos, los “aycinenistas” de apenas “antier", con su actitud “cachureca”, los que “le hicieron la vida imposible” a la Revista Crónica, por el atrevimiento de tocar temas que los irritaban. Quizá el ascenso de esa izquierda cerril, antirepublicana y antiliberal, que surge del hartazgo con nuestros fracasos republicanos y la cual también critica el proceso independentista, lo haya motivado a alertar sobre el uso “malintencionado” del análisis histórico. Pero eso no se puede lograr manteniendo el burdo maquillaje con el que se ha logrado preservar nuestro equívoco mito bicentenario, en este país en el que deliberadamente no hay en el programa escolar siquiera una asignatura de Historia Patria. Tuvo más razón al decir, en su disertación del pasado miércoles frente a la Academia de Geografía e Historia, que el 15 de Septiembre de 1821 fue como “un relámpago”; que tras su efímera luz, siguió el trueno y luego la tormenta... Por todo ello, me adhiero a las propuestas de que celebremos el Bicentenario del 1 de Julio de 1823, fecha de nuestra verdadera independencia (“de España, de México y de cualquier otra nación”). Y que cada 15 de Septiembre, a las seis de la tarde, se hagan tañer todas las campanas y con 21 cañonazos, en todos los parques del Istmo, conmemoremos los 21 años en los que el sueño de una Centroamérica libre, unida y republicana permaneció vivo; hasta que a esa hora los retrógradas lo mataron, junto a Morazán, fusilado injusta y trágicamente, con alevosía y sin juicio previo...


"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 7 de Septiembre de 2021"

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