“El Senado Romano, tan injusta y criminalmente orgulloso que no compartía con ellos casi nada… consideraba a los plebeyos como a una bestia salvaje a la que convenía mantener ocupada en combatir a vecinos y enemigos, no fuera a ser que devorara a sus amos…” –Voltaire, en ‘Cartas sobre Inglaterra’, 1,733.
El 9 de Abril de 1,948, en uno de esos crímenes políticos que jamás se resolverán, el popular e incómodo candidato presidencial colombiano por el Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán, fue asesinado unas horas antes de poder reunirse en su despacho con un ferviente admirador, el entonces desconocido líder estudiantil cubano de nombre Fidel Castro Ruz. Este último había llegado a protestar por la celebración de la “Conferencia Panamericana” en Bogotá, mediante una “Conferencia de la Juventud Latinoamericana”, apoyada financieramente por el argentino Juan Domingo Perón. La Conferencia Panamericana había sido auspiciada por los EEUU y apoyada por el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez, en busca de una postura continental en contra del expansionismo soviético que avanzaba agresivamente en la Europa Oriental y el lejano Oriente. El Dr.Gaitán era un orador carismático y extraordinario (“Pueblo: si avanzo, sígueme; si retrocedo, empújame; si te traiciono, mátame; y si me matan, ¡véngame!”) cuya inminente victoria electoral se daba por descontada; pero, sostenía pública y apasionadamente, era también un abierto partidario de métodos democráticos no violentos. Había alcanzado gran notoriedad tras denunciar la “masacre de 1,928” en la que fuerzas de seguridad del gobierno colombiano disolvieron violentamente una huelga del sindicato de los trabajadores de la United Fruit Company (UFCO) en la costa caribeña colombiana, con saldo de muertos y heridos. Abogado litigante, ex Alcalde de Bogotá, ex Ministro de Educación y de Trabajo, además de “pico de oro” en busca de hondas reformas sociales, la noticia de su asesinato desencadenó una explosión de ira popular, alimentada por incendiarias incitaciones de algunas estaciones de radio (“han matado a Gaitán; pueblo: ¡véngalo!”), que convirtieron a la capital colombiana en un escenario de violencia incontrolada, lo que tras diez horas de disturbios dejó una aterradora secuela de destrucción y muerte y que se conoció en las noticias como “el Bogotazo”. Se dijo entonces que aquello era una versión moderna del caso de Tiberio Graco, asesinado por los conservadores del Senado Romano, “ahora en la Bogotá del siglo XX”. Fue un parteaguas para esa generación de latinoamericanos: unos, espantados por las noticias de odio y caos que llenaron las primeras planas de todo el continente y temerosos del corrosivo efecto de la confrontación social, a partir de ahí se cerraron en posturas conservadoras de rechazo a cualquier discusión de reformas (“tiene razón el senador McCarthy: estamos cada vez más infiltrados por los comunistas”); y otros, convencidos de que la muerte violenta del pacíficamente imparable candidato liberal demostraba la futilidad de buscar los métodos que él auspició en vida, se atrincheraron en posturas radicales que no descartaban el uso de la violencia política para hacer los necesarios, pero también adversados, cambios sociales…
En Guatemala, “el Bogotazo” polarizó a la sociedad aún más que en otras naciones latinoamericanas, porque desde unas semanas antes la prensa había evidenciado que el apoyo del Presidente Arévalo a la “Legión del Caribe” había ido más allá de los discursos y de las palabras bonitas y que de hecho había sido una de las principales fuentes de armas y otros pertrechos militares en la guerra civil tica que en esos mismos momentos enfrentaba a José Figueres Ferrer con el gobierno de Teodoro Picado Michalski, por “el robo de las elecciones”. La intervención de Arévalo en asuntos internos de Costa Rica y su apoyo a la “Legión del Caribe” llevó a públicas insinuaciones de Somoza, en Nicaragua, y de Trujillo, en la República Dominicana, de que pronto “podrían devolvernos el favor”; cosa que cayó muy mal en el Ejército guatemalteco (en particular, en su Consejo Superior de las Fuerzas Armadas, encabezado por Arana), poco informado de las “aventuras internacionales” de nuestro crecientemente cuestionado Presidente. Apenas dos semanas después del “Bogotazo” (el 24 de abril) y con saldo de más de dos mil muertos, “Pepe” Figueres declaraba vencedora a “la Revolución del 48”, que “siguiendo el modelo de la Revolución del 44” de Guatemala, puso un gobierno provisional a cargo, mientras se convocaba a una Asamblea Nacional Constituyente y a futuras elecciones; y tras año y medio, llevó al poder al candidato a quien previamente Picado “le había robado las elecciones”. Además, se tomaban pasos para disolver definitivamente al Ejército tico, sentando un inquietante precedente en la región. En el afamado bufete de Sullivan & Cromwell, en Nueva York, aquellas noticias despertaban gran preocupación. Había sido en Costa Rica que Minor Cooper Keith (el verdadero fundador de la UFCO, quien se casó con una sobrina del Presidente tico en 1,883) había hecho la primera conexión ferrocarril-plantación bananera. Su expansión inicial fue a la costa caribeña colombiana y posteriormente, a Guatemala, donde inició su frustrado sueño de articular una red ferroviaria que se extendiera de Guatemala a Panamá, aprovechando la megalomanía de los corruptibles políticos centroamericanos. Aquello se había vuelto un imperio transnacional que incluía una gran flota mercante, una empresa internacional de telecomunicaciones y la red comercial de perecederos más grande del mundo. Sin embargo, el corazón de sus actividades productivas se encontraba “en peligro mortal”, sin que en la administración demócrata (que se acercaba a los veinte años en el poder, con tres períodos y pico de F.D. Roosevelt y uno y pico de Harry S. Truman) “tomaran las cosas en serio”. Tres abogados del bufete, consejeros e inversionistas de la UFCO, Henry Cabot Lodge y los hermanos Dulles, llegaron a la conclusión de que tenían que intervenir en política para proteger sus intereses; primer paso: poner en la Presidencia de los EEUU a su candidato, el republicano, General Dwight D. Eisenhower…
En Guatemala, Arévalo había abandonado sus recomendaciones del “Pacto del Barranco” (“primero Paco y después Jacobo”) y no sólo empezó a evidenciar una abierta preferencia por Árbenz, sino también creciente hostilidad (que devino mutua) con Arana. Tanto Árbenz como Arana debían renunciar seis meses antes de que se iniciase la nueva campaña electoral. Quién dominara el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas durante la elección se tornó crucial, pues ello implicaba control de “los acarreados”, que siendo analfabetos, votarían públicamente, conforme a lo dispuesto en la nueva Constitución. A los sucesores de Arbenz y Arana en sus puestos militares, los designaría el Congreso, donde dominaban los partidos “arevalistas”; pero la oficialidad, como el resto de la población, estaba dividida y Arana contaba con el apoyo monetario de “la Frutera” y de los finqueros, y además, con el “apoyo moral” de buena parte de la alta curia, que veía con preocupación “el avance del comunismo ateo”. La clase media urbana, que había hecho la Revolución (“democrático-burguesa” según Cardoza y Aragón), estaba, también, asustada y dividida. Como me confiaría muchos años después, “el Ciudadano”, desde México, relexionaba acerca de que independientemente de quién ganara la primera vez, la siguiente la ganaría el otro triunviro, equilibrando un proceso que a la larga sería una versión guatemalteca de la fórmula mexicana de “revolución hecha institución”, así que lo mejor era “intervenir lo menos posible y que decidiera el Pueblo”; y por eso veía con mucha irritación “las maniobras del Chilacayote”. Pero la polarización se agudizaba y finalmente, Arévalo le dijo a sus allegados: “en Guatemala hay dos Presidentes, pero sólo uno tiene ametralladora”. Decidió que como no podía hacer las que haría Truman, cuando poco después defenestró a MacArthur, por limitaciones constitucionales, había que hacerle un “juicio político” a Arana en el Congreso, mientras se le tuviera en prisión domiciliaria lejos, en la Cuba de Prío Socarrás. Para ello, estiró la legalidad y de facto lo mandó a arrestar, precisamente cuando Arana venía del chalet “el Morlón”, en Amatitlán, de “recuperar” las armas “que devolvió Figueres”. Aquell 18 de julio de 1,949, todo salió mal: Arana, sorprendido en el puente sobre el río Michatoya, instintivamente, se defendió y se armó la balacera; mientras Árbenz, desde “el Filón”, “con anteojos de larga vista”, miraba desconcertado y alarmado el fracaso del “operativo”. Dizque “para evitar males mayores” el gobierno confeccionó una burda mentira que se convirtió en la “verdad oficial” sobre el magnicidio y con todo ello, “la Revolución perdió su inocencia”. Mediante engaños y rápida represión militar, lograron sofocar la natural reacción aranista. “Prevaleció la institucionalidad”, pero para infortunio de los guatemaltecos, la terca, políticamente violenta y trágica discordia guatemalteca había empezado…
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriodico el 17 de Diciembre 2019"
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