Reformas Constitucionales que no nos dividan más...
- ciudadanotoriello
- 21 jul
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“Cuando no había naciones americanas, todos los hombres de esta América (Hispana) éramos hermanos... pero la maldita nacionalidad, que nos desnacionalizó y nos hizo extranjeros en las siete octavas partes de nuestra antigua Patria, crió... nuevas pretensiones, rivalidades antes desconocidas; y sin hacernos mejores ni más felices, nos convirtió en enemigos unos de otros...” –Antonio José de Irisarri (1786-1868), “el guatemalteco errante”.
La discusión acerca de cuál es la mejor manera para que una sociedad se gobierne a sí misma, es un debate público que lleva más de dos milenios. Discusión que pareció zanjar el historiador griego Polibio (220-146 adC), al sostener que el éxito de Roma como potencia principal del mundo de su tiempo se debía a que, a diferencia de otras potencias rivales, su República había logrado combinar lo mejor de las tres formas de gobierno naturales, en una sola. Explicaba Polibio que cuando una comunidad rebasa los números de la pequeña banda, reina la anarquía, el desorden, el “sálvese quien pueda”. Esto provoca el clamor por una autoridad “que ponga orden”; lo que mediante la violencia del más fuerte, conduce a la autocracia, el gobierno a cargo de una sola persona. Al revestirse de justificaciones místicas o fantasiosas, el autócrata deviene “rey” y el sistema se convierte en monarquía. La supervivencia de una comunidad así ordenada conduce a la necesidad de que el rey se apoye en un conjunto de aliados poderosos, típicamente, algunas “cabezas canadas”, con patrimonio y experiencia; lo que usualmente deviene en el gobierno colegiado de dicha minoría, es decir en una oligarquía, que termina deponiendo o por lo menos, subordinando, en la práctica, al rey. La pugna por descentralizar aún más el poder, en busca de incorporar a las políticas de gobierno los intereses de la mayoría, no siempre coincidentes con los de la oligarquía, conduce a la democracia; en teoría, el gobierno del pueblo. Con frecuencia, no obstante, las aspiraciones inmediatistas de la mayoría pueden conducir a demandas que el Estado no puede cumplir y ello, a la pérdida del respeto a los gobernantes y la vuelta a la anarquía. Explicaba Polibio que el éxito de la república romana devenía de haber roto ese ciclo fatal, logrando un equilibrio entre una autocracia limitada y su sociedad, a través de la elección periódica de dos cónsules (para que ninguno tuviese demasiado poder), por tiempo limitado (un año) y normalmente sin re-elección, para acometer ágilmente las responsabilidades y los desafíos de la ejecución cotidiana de las acciones de gobierno. En tiempos de crisis, podían elegir a un “dictador” provisional para enfrentar la emergencia del momento, de manera extra-ordinaria. Pero atemperados siempre los cónsules o dictadores por el poder de un Senado, en donde las cabezas canadas, experimentadas en los negocios y los intereses de largo plazo de la cosa pública (la res-pública), hacían las leyes y supervisaban la impartición de justicia. Finalmente, ante los excesos de una oligarquía que con frecuencia favorecía políticas que beneficiaban a los pocos en detrimento de los intereses de la mayoría, se constituyó la Asamblea Popular, en la que los tribunos, electos para representar a “la plebe”, equilibraban al patriciado en la gestación de las leyes y en su interpretación. Ese sistema, al equilibrar a unos poderes con otros, sostenía Polibio, le dio tal estabilidad y fortaleza a la república romana, que ello le permitió conquistar “al mundo conocido” y generar una prosperidad nunca antes vista...
Roma sucumbió a la desmedida ambición y miopía de sus élites, lo que condujo a la revolución de la plebe y a una regresión que la llevó de nuevo a la autocracia, ya entonces imperial, aunque siempre disfrazada con los vestigios de un ropaje hipócritamente “republicano”. La prosperidad previamente alcanzada, no obstante, demoró su debacle final unos siglos más, hasta el s.V, tras la cual el mundo occidental se precipitó, nuevamente, a la anarquía, a los “mil años de oscuridad”. A partir de ahí, Europa evolucionó lentamente, durante un milenio, de esa anarquía y sus cacicazgos locales y regionales, impuestos por la fuerza de las armas de los señores feudales, a la restauración monárquica; y con su expansión, a la creación de nuevos “emperadores”, reyes de más de un pueblo. Ello se vio acompañado del resurgimiento de las oligarquías, encarnadas en los entonces llamados “nobles” y de una incipiente y nueva, aunque desigual, prosperidad. Ésto, a su vez, permitió a un puñado de “letrados” re-descubrir las enseñanzas de “los tiempos clásicos” durante el llamado Renacimiento, del s.XIV al XVI. La “Ilustración” resultante (s.XVII y VIII) llevó a renovar la discusión pública sobre el mejor sistema de gobierno, frente a los abusos e ineficiencias de las nuevas “testas coronadas” y de sus “nobles” y allegados. Así, en Inglaterra, una revolución terminó decapitando al rey, Carlos I, en 1649 y aunque el desencanto con la república “puritana” resultante, la de Oliver Cromwell, condujo a una aparente restauración monárquica, ésta, en realidad, fue ya una “monarquía castrada”, simbólica, sometida al parlamento. La discusión teórica inglesa, iniciada por Locke y Hobbes, saltó sobre el Canal de la Mancha, y continuó en Francia, con Voltaire, Rosseau y Montesquieu; para de nuevo “saltar” sobre el Atlántico, hacia los ideólogos del constitucionalismo “americano” (Hamilton, Madison y Jay), tras la rebelión de EEUU contra el imperio inglés (1776). Apoyados en las reflexiones de Polibio y otros pensadores clásicos, estos pensadores propusieron fórmulas de gobierno que cristalizaron en lo que hoy llamamos “las democracias liberales”. En su forma más pura, recogieron el concepto de un “contrato social” entre gobernantes y gobernados, explícito (superando al implícito de Roma e Inglaterra). Es decir, una “Constitución” nacional escrita, que diera vida a una democracia “representativa” (para superar las ineficiencias y la impractibilidad de la democracia “directa”, primitivamente ensayada en los campos del “ágora” ateniense), mediante representantes electos libremente por el pueblo. En su parte “orgánica”, recogiendo las enseñanzas clásicas, estas constituciones dividían al gobierno en tres poderes, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, y en su parte “doctrinaria” consagraban los principios de el gobierno de leyes, en la que los gobernantes debían respetar, entre otros principios “liberales”, la libertad de pensamiento y expresión, de culto, de acción y comercio y de locomoción, todo ello basado en el monopolio estatal del uso legal de la fuerza. Su primera materialización, la Constitución de los EEUU de 1787, se constituyó en el modelo clásico, el que fue emulado en distintas latitudes; aunque en algunos lugares, adoptó la forma de “monarquía constitucional”, a la inglesa, dándole al “monarca” el papel simbólico de representar “la unidad nacional”, pero en donde el poder ejecutivo real reside, en la práctica, en una extensión del Parlamento.
Estos gobiernos constitucionales tuvieron un despegue incierto, acosados por las potencias monárquicas (Austria, Rusia y Turquía, por ejemplo) hasta el fin de la primera guerra mundial y por el descontento social provocado por su insuficiente atención a la organización democrática de la economía, como evidenciaron Carlos Marx y Federico Engels en su Manifiesto Comunista de 1848. Su eventual éxito se consolidó hasta que mediante el prolífico ejercicio del proceso democrático, dichos gobiernos constitucionales (en los que se alternaron conservadores moderados, liberales y socialdemócratas en el ejercicio del poder) hicieron las reformas económicas que crearon a sus características grandes clases medias, mediante políticas como las de Bismark y Lincoln, o más recientemente, las del “New Deal” de Franklin D. Roosevelt. Beneficiando democráticamente a las mayorías “sin matar a la gallina de los huevos de oro” (el mercado) y dando así, paso a un capitalismo políticamente viable. Estos ensayos democráticos fueron desafiados por nuevas versiones oligárquicas y autocráticas, tanto por la derecha (Mussolini, Hirohito, Hitler), como por la izquierda (Stalin o Mao, por ejemplo), hasta llegar a una nueva conflagración mundial. El fin de la segunda guerra mundial (SGM), pareció dejar el panorama reducido una competencia entre las democracias liberales y versiones de esos despotismos dizque justificados “de izquierda”; pero hay ahora en todo el mundo un resurgimiento de proponentes de otros despotismos dizque justificados “de derecha”, de los que se creían superados desde el fin de la SGM...
Todo lo anterior viene a cuento porque la generalizada insatisfacción con la democracia de fachada que padecemos -cuyo principal pecado es que por alambicados vericuetos garantiza que nuestros “representantes” no nos representen- ha conducido a algunas propuestas recientes que claman aquí por una profunda “refundación del Estado; una a cargo de una nueva Asamblea Nacional Constituyente, de forma similar a lo que ya hemos intentado varias veces en el pasado. El accidentado camino hacia la república democrática guatemalteca parte de la Constitución Federal de 1824, una versión “tropicalizada” de la Constitución de los EEUU en su parte orgánica y con fuerte influencia de la Constitución española de Cádiz de 1812, en su parte doctrinaria. Dicha Constitución fue derogada por la acción anti-democrática del entonces poderoso Clan Aycinena, que previamente intentó -precisamente para evitar que adoptáramos un régimen constitucional- anexarnos al fracasado Primer Imperio Mexicano y que a partir de 1839, tras propiciar la guerra civil que destruyó a la Patria Grande (Centroamérica), nos condujo a una “monarquía aldeana de facto”, sin Constitución. Volvió el impulso democrático a la carga, y tras la falsa Revolución Liberal de 1871, ensayamos otra Carta Magna. La de 1879, que “del diente al labio” adoptó los principios liberales (mal adaptando la misma arquitectura legal de 1824 a una realidad geográfica disminuida y eliminando, por supuestas economías fiscales, al Senado); pero que, en la práctica, se ignoró para darle vida a un capitalismo de plantación protegido por dictadores. La Constitución de 1945, otra edición de la “clásica” de 1787, pero influenciada por el reformismo social de la Constitución mexicana de 1917 en su parte doctrinaria, intentó corregir el rumbo de la nación hacia la senda democrática, pero de nuevo fue derogada por las fuerzas regresivas que han caracterizado la trágica historia del país, en 1954; seguida de grotescos remedos constitucionales en 1956 y 1965. La Constitución de 1985, legítima, y técnicamente correcta en lo orgánico y en lo doctrinario fundamental, fue una versión mejorada de la buena Constitución de 1945. Esta Constitución vigente, además, contiene los mecanismos para su propia reforma, por métodos democráticos. O sea que las reformas políticas que el país requiere para avanzar hacia la auténtica república democrática se pueden hacer sin “volver a inventar el agua tibia”. Pero ello pareciera resultar insatisfactorio para algunos proponentes de una reforma radical que así corrija las actuales y evidentes inequidades de lo que la actual Constitución llama nuestra “nación pluricultural y multilingue”. Estos reformistas radicales parecieran ignorar que las naciones exitosas se han forjado sobre la tríada de una Ley común, una “lingua franca” común y un aparato de coerción social legal común, dando lugar a temores que aprovechados por los grupos de poder más conservadores, dificultan la gestación de otras reformas que sí son impostergables. También despiertan la suspicacia de que la intención de fondo es redirigirnos hacia un reciclado “despotismo ilustrado”, nó genuinamente democrático. Pero el limitado espacio de una columna periodística no da para agotar con la justicia que amerita esta polémica. Espero que usted, ambable lector, me haga el honor de continuar con el hilo de estas reflexiones, en mi próximo artículo. Es importante abordar estos temas, ciudadano. Porque vienen “tiempos recios”, otra vez...








Siempre es un gusto leer su columna. Nunca serán suficientes los efuerzos para conocer nuestra historia. Creo que nuestra democracia sí es representativa... como dice Pérez-Reverte: "No es verdad que no nos representen. Nos representan todos ellos, los unos y los otros. Los decentes, y también los corruptos y los guarros de ambos sexos. Da igual que digan usted y su señoría o que eructen su zafiedad y baja estofa: todos representan a la España que los ha votado. Aunque esa España sea un lugar grotesco y a ratos bajuno, es una democracia. Alguna vez escribí que de poco aprovechan las urnas si quien vota es un analfabeto sin criterio, presa fácil de populistas y sinvergüenzas. Pero también es ciert…