Primero, lo primero
- ciudadanotoriello
- 29 jul
- 7 Min. de lectura
Cuando en el teatro griego no había manera lógica de resolver el entuerto creado entre los actores del drama, el autor de la obra -alguien como Esquilo, Sófocles o Eurípides- hacía aparecer a un dios del Olimpo, descendiendo sobre el escenario de los cables de una máquina que hoy llamaríamos “grúa” y... “sanseacabó”; el entuerto quedaba resuelto por intervención divina. De ahí vino la expresión “el dios de la máquina” (Deus ex machina) y la convicción de que ciertas situaciones sólo se pueden resolver con ese tipo de intervención...
La semana pasada ofrecí en este espacio terminar mi análisis acerca de las reformas constitucionales que nuestra Patria demanda para retomar el rumbo hacia un futuro mejor. Ese análisis ha sido oscurecido desde hace tres cuartos de siglo por una polarización que turba las emociones y nubla el entendimiento, pero que es necesario despejar si de veras queremos marchar en dirección a esa Guatemala posible que nunca llega. Una forma de rearrancar el análisis es señalar que cuando murió violentamente el extriunviro revolucionario Francisco Javier Arana en “el puente de La Gloria”, en 1949, se inició lo que después se llamaría “el conflicto armado interno”; ese que desgarró el tejido social guatemalteco por varias décadas y que aún hoy tiene secuelas por causa de quienes se tildan, unos a otros, de “chairos” y “fachos”. Desde entonces, el debate político nacional ha estado secuestrado por esas dos minorías extremas, dejando a la mayoría moderada de esta tierra que tiembla - ¡el 70%! - “entre dos fuegos”.
La extrema derecha sostiene que la tragedia del Puente de la Gloria fue la manera violenta mediante la cual se aseguró el triunfo del “comunista” Jacobo Arbenz en las siguientes elecciones y por consiguiente, la justificación para derrocarlo, con una conveniente “ayudita” de la “desinteresada” CIA, en 1954. No hacen mención al hecho de que Arana presionaba de manera inconstitucional al Presidente Juan José Arévalo, con el apoyo y el pisto de los finqueros locales y de la United Fruit Company (UFCO), para proteger ilegalmente sus intereses; y que, por eso, Arévalo decidió arrestar y “guardar” a Arana en la Cuba de su amigo Prío Socarrás, mientras se le hacía un juicio político en el Congreso. Torpe plan, por cierto, que fue frustrado por trágicos errores humanos de última hora, y cuyas consecuencias el gobierno arevalista agravó, pues en vez de decir la verdad, pretendió ocultarla con una “versión oficial” que nadie creyó. Aprovechando la justa indignación por el derrocamiento de Arbenz unos años después y por el doloroso aborto del programa reformista constitucional de la Revolución del 44, la extrema izquierda, apoyada por Fidel Castro desde Cuba, intentó imponernos un “despotismo iluminado” disfrazado de “democracia popular”, por la vía de las armas; dando lugar a miles de muertos de ambos bandos, pero también incluyendo a mucha gente que no estaba ni con unos ni con los otros. Fue así que Guatemala se desangró por décadas, hasta ponerse de nuevo, tortuosamente, en camino de una elusiva paz, “firme y duradera”. Fue en ese contexto, en medio de un genuino júbilo popular y amplio apoyo internacional, que se eligió (con un 78.1% de participación del electorado) a la Asamblea Nacional Constituyente que promulgó la actual Constitución, la de 1985. Pero pese al subsiguiente silencio de las armas y a la existencia de un nuevo pacto social formal, el debate siguió estando en manos de los extremos ideológicos y el poder real, hábilmente, en manos de expresiones “saneadas”, hipócritamente “democráticas”, de la extrema derecha; y sin que hayamos logrado alcanzar, realmente, el ideal de la auténtica República Democrática. Pero en las elecciones del 2023 se hizo presente el “Deux ex machina” y quedó electo presidente Bernardo Arévalo, aunque con el Congreso y las altas Cortes en su contra. Por eso, Guatemala tiene ahora la oportunidad -frágil- de cambiar de rumbo. Eso, si logramos marginar, democráticamente, a los dos extremos que nos han tenido aherrojados al enfrentamiento perpetuo y a nuestro terco subdesarrollo...
La dificultad de vivir “en República”, por supuesto, no empezó en 1949. Tras nuestra Independencia, en 1821 y tras muchas vicisitudes, nuestras mejores mentes promulgaron nuestra primera Constitución, la Federal de 1824, en busca de superar nuestro terrible legado colonial. Sin embargo, nuestras élites egoístas y miopes conspiraron para defenestrarla, por contrariar sus intereses; en aquellos tiempos, fundamentalmente, por quitarles el monopolio del comercio exterior. Esa primera conspiración conservadora anti-republicana desencadenó la guerra civil, nos partió en siete pedazos, y tras derogar de facto y de jure a la Constitución Federal, terminó imponiéndonos una “monarquía aldeana” en un territorio drásticamente disminuido; la de Rafael Carrera, a quien la oligarquía manipuló cuanto pudo mediante sobornos y chantajes. Medio siglo después, no obstante, aquellos rufianes a quienes encargaron “el trabajo sucio” de gobernar, “se les habían subido encima” a los aristócratas. Se habían hecho ricos a la sombra del poder -con el cultivo de la grana- y mientras los viejos oligarcas del añil quebraban, se casaron con sus hijas, adoptando, de paso, su cultura semi-feudal; para finalmente, protagonizar una Revolución dizque “liberal”, en 1871. Esta nueva oligarquía mestiza, cachimbira pero renovada, no buscaba un auténtico régimen de propiedad privada, sino los deleites de ser grandes terratenientes en un Capitalismo de Plantación, con mano de obra prácticamente servil. El sistema se reforzó entregando las mejores tierras remanentes en el país a extranjeros que se acogieran a esa lógica, que ignoró o tergiversó la doctrina constitucional de una nueva Carta Magna promulgada en 1879; como, por ejemplo, cuando repartió corruptamente latifundios entre los allegados al caudillo de turno o cuando emitió leyes laborales abiertamente inconstitucionales. Contra eso se alzó la Revolución del 44, que resultó en el nuevo Pacto Social de 1945. Pero también ese nuevo orden constitucional desató la ira conservadora. Y como ya ha quedado dicho, esa ira desencadenó los sucesos que se iniciaron con la tragedia del Puente de la Gloria...
Fruto de una entente entre la oligarquía, “los oficiales que ganaron la guerra” y algunos exguerrilleros “aggiornados”, la Constitución de 1985, legítima, doctrinariamente equilibrada y conceptualmente bien estructurada (aunque quizá demasiado larga, en vez de “principista”), ha sido de nuevo burlada en su aplicación. Las circunstancias mundiales y locales ya no permitían ignorarla abiertamente o derogarla y por eso hubo que hacer algo más alambicado: los tres grandes “titiriteros”, aludidos arriba, la modificaron en 1994 (con apenas la participación de un 15.9% del electorado) y crearon un sistema político sin verdaderos partidos políticos; uno en el que la discusión pública de los problemas nacionales se restringe y se censura; uno en el que las opciones se limitan arbitrariamente y en el que el poder, en la práctica, se “compra”, con intensa y breve campaña publicitaria. Como resultado de este sistema aparentemente democrático, pero en realidad perversamente oligárquico, tenemos a diputados que no representan las corrientes de opinión que realmente existen en el electorado, en proporción a su peso real; y hasta el 2023, nos habían obligado a escoger Presidente de una oferta previamente “filtrada” en la que “el premio” recaía, indefectiblemente, en “el menos pior”. Estos dos poderes espurios, a su vez, son los que ponen a los jueces y magistrados de las altas Cortes, asegurándose así la protección legal de sus agendas. Al menos dos de los tres grandes titiriteros se han hecho de recursos para competir por el poder mediante una corrupción galopante, tolerada por la oligarquía, siempre y cuando se preserve el paradigma conservador: pocos impuestos, pocas regulaciones y represión de la disidencia. Así, con todo y nuestra flamante Constitución, el viejo aycinenismo -ahora sin Aycinenas- volvió a la vida: el gobierno se delega a bandas de rufianes, a quienes se les tolera enriquecerse ilegalmente a la sombra del poder, a cambio de garantizar la vigencia del paradigma conservador. Con ese sistema, los encargados de reformar las “reglas de juego” inoperantes, esos “representantes que no nos representan”, son los principales beneficiarios de las reglas viciadas, y por eso, el sistema no se reforma. Por eso, hay que reformar la Constitución...
Conforme al Título VII de la actual Constitución Política de la República de Guatemala (CPRG), ésta puede reformarse a iniciativa del Presidente, de diez diputados, de la Corte de Constitucionalidad, o de “cinco mil ciudadanos debidamente empadronados”. Y si las reformas propuestas no pretenden modificar los artículos contenidos en el Capítulo I del Título II de la CPRG (los derechos individuales) o el artículo 278 (el que señala esta prohibición), las enmiendas propuestas pueden ser aprobadas simplemente con dos terceras partes de los diputados, siempre que lo ratifique, posteriormente, una Consulta Popular. Además, en la “Sección Tercera: Comunidades Indígenas”, del Capítulo II (Derechos Sociales), del Título II (Derechos Humanos), el artículo 70 indica que una “ley específica”, de rango constitucional y aún no desarrollada, regulará lo relativo a estas materias. Es decir, se puede modificar la CPRG en estos importantes aspectos (y en muchos otros) sin tener que “inventar -de nuevo- el agua tibia”; y sin incurrir en el desgaste prematuro de las fuerzas reformistas, por sospechas de intenciones radicales para la estructura del Estado, o de que se abran nuevos riesgos para conservar la ya dramáticamente disminuida integridad territorial de la República.
Por eso creo que la agenda reformista debe partir de unificar a las fuerzas democráticas ante el próximo ejercicio electoral. Teniendo representantes que sí nos representen, la agenda reformista se puede analizar y sancionar mediante el amplio y genuino debate democrático. Así que eso es lo primero: impedir que cualquier expresión del pacto de corruptos (pdc) logre volver al poder ejecutivo y así mantenga el dominio del legislativo y consecuentemente, el control del judicial. Para ello, todos los demócratas, haciendo a un lado nuestras diferencias en otros temas, debemos converger en torno a una agenda política mínima, y con gran pragmatismo y sabiduría, aglutinar la oferta presidencial en un candidato único, comprometido con la agenda consensuada. Esa “primaria informal” debería asentarse en encuestas confiables y debiera incluir a líderes comprometidos con la consolidación y continuidad de nuestro aún precario experimento republicano, incluyendo a fuerzas democráticas de izquierda, de derecha y de la actual “incumbencia” (Semilla y sucesores). El poder de la incumbencia se verá cristalizado al desplegar la fortaleza contenida en el nuevo Presupuesto de Gobierno, proyectado con efectividad y transparencia a la satisfacción de necesidades sociales largamente postergadas. El momento es relativamente propicio ya que los ambiciosos rufianes que emblematizan al pdc gestarán una oferta política concreta muy fragmentada (Sandra, Pineda, Conde y otros). El próximo gobierno deberá acometer, como primera prioridad, la reforma del sistema político que garantice que en el futuro no haya “representantes” (diputados) que no nos representen. El desafío inmediato es que el liderazgo democrático reconozca la imperiosa necesidad de lograr una convergencia real, a pesar de las carencias del andamiaje institucional en que deberá ocurrir. Aunque las próximas elecciones generales parecieran todavía quedar “muy lejos”, la organización de las fuerzas democráticas convergentes debe empezar desde ya, para que la Nación consolide su viraje hacia un futuro mejor. Y aunque eso suene casi imposible, ciudadano, ya una vez intervino, en las elecciones del 2023, eso que los griegos llamaban “el dios de la máquina”. Creo que todo indica que puede volver...








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