“Salía Diógenes, el griego, de la vieja ánfora de barro que le servía de improvisado dormitorio y siendo ya de día, encendía su lámpara. La gente del mercado de Atenas, asombrada, le preguntaba por qué lo hacía y él respondía: ‘busco a un hombre honesto’…” - según lo descrito en “Vidas y opiniones de filósofos eminentes”, escrita más de seiscientos años después, en el siglo III d.C., por el biógrafo romano Diogenes Laertius.
Guatemala no tiene auténticos partidos políticos. La Constitución de 1,985, redactada cuando aún no había terminado el llamado “conflicto armado interno”, le dio estructura legal a un Estado falsamente democrático, en el que aunque se respetaron hipócritamente “las formas republicanas”, la verdadera entente de los poderes fácticos de entonces (el ejército, el CACIF y una izquierda “pública”, aglutinada en torno a la USAC) era que la auténtica confrontación política se iba a evitar. Esa fue nuestra “paz”, en la que todos creyeron “haberse baboseado” al otro. En el CACIF algunos creyeron que con su pisto, de ahí en adelante “iban a poner a los presidentes”; algunos militares creyeron que “le iban a vedar, a su favor, el control del poder a los grandes empresarios”; y algunos en la izquierda pública creyeron que con parte del 5% “constitucional” de la USAC, iban a poder “entrarle” a la competencia “democrática” por el poder, ya que la vía armada había resultado inviable. Por ello, desde entonces, los partidos políticos (con efímeras excepciones) no encarnan una discusión política abierta. Muy pocos tienen democracia interna o posturas públicas razonadas. Las reglas del juego están hechas para descorazonar a los incautos que pretendan “salirse” de los cauces que el sistema de “vehículos electorales” con dueño, les impone. Los candidatos a Presidente pronto aprendieron a realmente, “no decir nada” y se han promovido desde entonces como quien promueve una nueva marca de detergente, con cancioncitas y frases “patrióticas”, superficiales y fundamentalmente, inocuas. Los diputados no se eligen comparando plataformas programáticas o definiciones ideológicas, sino mediante la ciega promoción de listas de desconocidos, con el mismo “mercadeo” cínico, machacón, pero finalmente, intrascendente. Y la integración del poder judicial ha sido un derivado, burdamente transaccional, del proceso anterior. La justicia, consiguientemente, ha estado -como los otros poderes- “a la venta”. Aún el poder municipal, en la mayoría de municipios estratégicos, forma parte de las maquinarias electoreras, a través de inestables “alianzas mercantiles de ocasión”, con los “caciques” que persiguen las alcaldías, “comprando” los votos. Y ahora, con abundantes dineros oscuros, de manera cada vez más opaca, constituidos en una especie de gobierno paralelo, a nivel local…
El sistema funcionó sin mayores sobresaltos hasta el 2,015. En parte, porque “le negaba el micrófono” a cualquiera que de veras quisiera “hacer política” y con las redes sociales aún en pañales, su manipulación de la opinión pública era más fácil. En parte, también, porque del enfrentamiento se pasó (tras el derrumbe de la URSS) a un relativismo cínico en el que “los liderazgos de alquiler” se volvieron súbitamente “aceptables”, tanto para las derechas como para las izquierdas. Y por último, porque ninguna de las ideologías realmente beligerantes (ni la socialista radical, ni la muy conservadora), son realmente democráticas. En 1,985, algunos grandes empresarios creyeron que con ese sistema sólo ellos iban a tener “el pisto” suficiente para comprar el poder, pero se equivocaron. Mediante “el ordeño” del erario nacional y otras prácticas al margen de la Ley, tanto exmilitares como exguerrilleros entraron a “la competencia” muy bien pertrechados financieramente. Después de tres décadas, el método se volvió cultura y los principales titiriteros fueron devorados por su creación: una casta de “políticos profesionales”, verdaderos mercenarios de la vida pública, penetraron todas las estructuras de gobierno y ahora difícilmente algo “se mueve” sin mordida. Se “invirtió” en la política, para luego “desquitar” con creces la inversión, a costa del erario público, de los recursos del pueblo, de la esperanza y del futuro. Así, ninguno de los “partidos” ha sobrevivido su paso por el poder, pero sí han dejado muchos nuevos millonarios. No hay institucionalidad política, el ciudadano común, asqueado, no quiere militar en partido alguno. “Todo mundo” sabe que el país no funciona bien. El sistema perdió legitimidad, los titiriteros el control y el electorado se vio orillado a votar casi siempre, “por el menos peor”. Por eso, la lucha entre las visiones ideológicas beligerantes se hace hoy al margen de los partidos políticos, que mejor se “subcontratan” como “vehículos electorales”, en los que lo que manda no son las ideas, menos los ideales, sino el pisto, bien o mal habido. Eso nos ha conducido, con algunas casi heroicas excepciones, a esta casi generalizada Kakistocracia, “el gobierno a manos de los peores”…
Frente a ese cuadro y siendo que nuestro terco subdesarrollo no termina de incorporar a la mayoría de los ciudadanos a una vida razonablemente decente, unos siete de cada diez electores, quisieran “que se limpie” este sistema. Por eso, esa mayoría reaccionó con simpatía a los avances que al respecto inició la CICIG en el 2,015, aunque también vio errores y excesos que había que moderar. No obstante, subsiste un 15% de radicales de izquierda que no han aprendido de la Historia y esperan agazapados la oportunidad que una “crisis terminal” les daría, para destruir el sistema republicano. Favorecen, entonces, que el sistema se deteriore más. El temor a esa eventualidad, por otra parte, paradójicamente le da beligerancia a sus más enconados opositores. Al otro extremo del espectro ideológico, otro 15% extremadamente conservador, con ribetes fascistoides, ve peligrar la tranquilidad que este sistema, por corrupto que haya resultado, les ha proporcionado en las últimas tres décadas. Y así, la mayoría queda atrapada en la sorda lucha por el poder entre “los que quieren, a la fuerza, repartir lo ajeno” y “los que no quieren que las cosas cambien”. O neomarxistas o ultraconservadores. No queda espacio para el auténtico liberalismo o para la moderación. La última escaramuza en este pleito de viejo cuño lo vemos en las posturas que vehementemente se articulan en relación a la última sentencia de la CC: esa que está dirigida a tratar de finiquitar el proceso de renovación de la CSJ y las cortes de apelaciones. La CC acogió la “advertencia” que le hizo el MP acerca de la burda manipulación orquestada por el “reo” Gustavo Alejos, cómodamente hospedado en un “hospital” en el que tenía oficina, sala de sesiones, bar y ¡hasta hamaca! La CC ha advertido al Congreso que no ignore aquel mandato constitucional que los obliga a seleccionar sólo a magistrados “de reconocida honorabilidad” y a evitar evidentes conflictos de interés. De paso, les recomienda iniciar el proceso de enmiendas constitucionales sin las cuales difícilmente este mercado de judicaturas se va a erradicar. ¡Ah…! Pero como “esta magistratura es chaira”, entonces a esta sentencia los conservadores a ultranza siempre van a encontrarle “el pelo en la sopa” (los plazos, el “insuficiente” número de candidatos viables, las formas, etc.). Igual que con el tema de CICIG, aunque se hunda el país… Pareciera que los conservadores quieren que le dejemos a los beneficiarios del sistema corrupto (diputados y magistrados obviamente cuestionables), “la reforma del sistema” del cual medran… No cabe duda, amable lector, la única salida es que esa ciudadanía honesta de la que usted forma parte, se involucre en la política partidista, para que así surjan auténticos partidos políticos. Eso, o nuestra apatía nos va a dejar sin país…
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 2 de Junio de 2020"
Comments