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  • Foto del escritorCiudadano Toriello

La noche de los treinta años

“… y vi en fiera rebelión / hermanos ¡ay! contra hermanos, / arrancarse con las manos / los ojos y el corazón…” – Estrofa del poema “El Quetzal”, atribuido al autor de la letra original de nuestro Himno Nacional, José Joaquín Palma.


En las postrimerías del período colonial, el pacto político que se derivó de las “Leyes Nuevas” de 1,542 se había venido desdibujando en el antiguo Reino de Guatemala. Los “pueblos de indios” que originalmente se trataron de conservar separados de la contaminación cultural española y organizados (i) para tributar a la Corona (con el equivalente al trabajo en sus tierras comunales de una semana al mes, pagadero semestralmente) y (ii) para el trabajo forzado (equivalente a otra semana al mes, magramente remunerada, pero ya en el s. XVIII acumulada en las “temporadas” de siembra y cosecha, a conveniencia de los grandes terratenientes), habían sido culturalmente penetrados, en el oriente guatemalteco y en las provincias centroamericanas de manera más evidente, por una población mestiza no prevista en el diseño original de “las dos repúblicas”. Ese proceso creó tanto una mano de obra “ladina” ambulante, como pequeños propietarios agrícolas (de hecho, si no de derecho) que abastecían buena parte del mercado interno de alimentos, alfarería y textiles artesanales. Los “descendientes de los conquistadores” –una “clase dominante a medias”, según Severo Martínez Peláez- para entonces ya habían dejado de ser “encomenderos”, pero conservaban las mejores tierras, “con repartimiento de indios”, cercanas a las rutas de comercio que conectaban a los centros de consumo y a los puertos. Producían, tradicionalmente, trigo, “azúcar”, ganado y añil (colorante natural azul, muy apetecido por la industria textil inglesa) y su factor productivo más valioso eran precisamente aquellos “indios repartidos”, vinculados a las tierras “de pan llevar”, ya a principios del s. XIX más por tradición y por necesidad (y con la complicidad interesada de los “indios principales”) que por coerción gubernamental.


Los grandes propietarios criollos (sobre todo los de Quetzaltenango, San Salvador y León), sin embargo, se sentían inicuamente explotados por los grandes comerciantes de la capital, criollos “nuevos” eficazmente relacionados con la corrupta burocracia imperial y emparentados mediante matrimonios de conveniencia con familias “antiguas”, quienes a través del “Consulado de Comercio”, gozaban del monopolio legal del comercio exterior, a cambio de encargarse del cobro de los impuestos respectivos. Los criollos provincianos habían tenido que someterse al clan capitalino, o pagar los sobornos necesarios para comerciar ilegalmente con los comerciantes anglo-beliceños, por lo cual promovían “el comercio libre” y guardaban gran resentimiento en contra de la capital. Las órdenes religiosas y el clero secular, habían devenido, también, grandes terratenientes y prestamistas y eran parte integral de la estructura del régimen. En la capital y en las principales ciudades de provincia, además, había una pequeña clase media “ilustrada” que constituía el núcleo del aparato estatal, la academia y el clero y una creciente y subempleada “plebe” urbana de origen mestizo, viviendo en evidente precariedad. El golpe de gracia al antiguo “pacto colonial” lo propinaron las Cortes de Cádiz (1,812) al abolir el tributo y el repartimiento (de los “pueblos de indios”), dándole así un carácter más generalizado a la contratación mercantil de la mano de obra. La estimación oficial de población de esa abigarrada sociedad (tomando como base la utilizada para determinar a los “electores” de la primera elección Presidencial de la República istmeña, en 1,825) era ésta: Guatemala, 540 mil habitantes (44%), donde cuatro de cada cinco, eran indígenas; El Salvador, 270 mil (22%); Honduras y Nicaragua, 180 mil (14.5%), cada una; y Costa Rica, 60 mil (5%). En el oriente de Guatemala y en el resto de provincias, el mestizaje y la “ladinización” de los indígenas había creado ya un “populacho” que aunque casi universalmente analfabeta, era mucho menos heterogéneo que el que aún subsistía muy diferenciado culturalmente, en el altiplano guatemalteco.


En la antesala de la Independencia, el mercado del añil centroamericano se desplomó como consecuencia del artero trasplante de su producción a la India, por los propios ingleses. En ese contexto de crisis económica, la independencia “preventiva” y la anexión al “primer Imperio” mexicano “le habían salido por la culata” al clan Aycinena, pues precipitaron el surgimiento de una alianza política entre las aristocracias provincianas y los intelectuales de las ciudades, que dominaron la redacción de la Constitución Federal de 1,825. “La familia” volvió a la carga, no obstante, con una segunda y discreta apuesta política, el fraude electoral en contra de José Cecilio del Valle, con el que pretendían ganar influencia en el ‘inevitable’ gobierno liberal. Pero esta apuesta también fracasó y la reacción fue virulenta: manu militari, en 1,829, Francisco Morazán, apoyado posteriormente por Mariano Gálvez como Jefe del Estado de Guatemala y por José Francisco Barrundia, líder de los “exaltados” en el Congreso Federal, encabezó un proceso de reforma radical del régimen. “El Consulado” fue abolido, un tercio de las propiedades de los grandes comerciantes confiscado, los líderes “aristocráticos” enviados al exilio y el proceso de separación de Iglesia y Estado vuelto primera prioridad. Fue expulsado el arzobispo y las órdenes religiosas, se confiscaron haciendas y bienes inmuebles de la Iglesia, se le apartó del proceso educativo y se desafiaron sus tradiciones al aprobar el matrimonio civil, el divorcio y la supresión del diezmo. Se intentó una acción democratizadora aún más inquietante para las élites: se aprobó una reforma judicial que establecía en Guatemala el sistema de juicios por jurados (Códigos de Livingston) y además, se inició un proceso de privatización agresiva de las tierras baldías y de las confiscadas, fomentando, además, la inmigración extranjera (incluyendo “protestantes”). Estas reformas devinieron impopulares e impracticables, sobre todo porque se vieron acompañadas de un nuevo impuesto ($2 per cápita, anual), indispensable para sostener fiscalmente a la comparativamente más cara estructura dual (federal y estatal) de ese nuevo sistema de gobierno de tres poderes. Cuando sobrevino la epidemia del cólera (1,837), los curas de parroquia empezaron a decir desde los púlpitos que aquello era “castigo de Dios” porque el pueblo permitía a un “gobierno hereje”. Ello dio paso a la insurrección generalizada y al surgimiento de un personaje desconocido hasta entonces: el guerrillero rural mestizo, con fusil y a caballo, luchando por traer de vuelta “los buenos tiempos” del régimen colonial…


Fue así que en 1839 Rafael Carrera “incendió el campo” del Estado de Guatemala y con sus desarrapadas tropas saqueó su ciudad capital, sembrando el terror en las élites, tanto conservadoras como liberales. Mientras tanto, la coalición anti-capitalina se desmoronaba en las provincias centroamericanas, cuando sus respectivas “aristocracias” se deslindaron de las reformas, para propiciar su propios clanes mercantiles de provincia. De Honduras a Costa Rica, los conservadores provincianos se concentraron en sus propios conflictos civiles estatales, normalmente materializados como conflictos entre ciudades rivales (Comayagua contra Tegucigalpa, León contra Granada y San José contra Cartago), obligando a los liberales provincianos, con la excepción de El Salvador, el bastión liberal, a abandonar a su suerte a la Federación y a los liberales guatemaltecos. Morazán, junto a Barrundia, ya entonces distanciado de Gálvez por razones absurdas, no lo socorrió oportunamente, orillándolo a renunciar. Carrera, un mestizo capitalino avecindado en Mataquescuintla (aunque apodado “el indio”), exsargento de Antonio de Aycinena en 1,829 y rodeado de asesores clericales, se hizo dueño de la situación. Cuando los criollos quetzaltecos buscaron la alianza de los salvadoreños para separarse de Guatemala, los indígenas de “los Altos” (disgustados con las reformas liberales) buscaron la protección de Carrera, ya entonces “caudillo adorado de los pueblos”, quien zanjó la situación fusilando a todo el liderazgo separatista altense (1,840) y eventualmente, imponiendo gobernantes de su gusto en Honduras y El Salvador. El clan capitalino, de vuelta del exilio y acostumbrado de antiguo a lidiar junto a la curia con gobernantes a quienes despreciaba, astutamente hizo alianza estable con “el hombre”. Reinstauraron el Consulado, sustituyeron la Constitución por “un Acta Constitutiva”, declararon “la independencia de Guatemala”, impusieron la censura previa a toda publicación y finalmente, en 1,854, “gobernando tras bambalinas”, lo hicieron monarca aldeano, con el título de “presidente vitalicio”. Eso sí, a sus espaldas, se reían de sus vistosos pero ridículos uniformes militares e intimando su supuesto analfabetismo, lo apodaban “Racarraca”…


"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 31 de Marzo de 2020"

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