“Ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre” – refrán popular que al recomendar un uso racional de las candelas, ilustra el talante naturalmente moderado de los guatemaltecos; ése que ha sido usualmente traicionado por sus dirigentes al gestionar la cosa pública.
En el mundo desarrollado, excluyendo a quienes pretenden imponer visiones extremistas despóticas, social-demócratas, conservadores y liberales se han alternado pacíficamente en el ejercicio del poder -mediante el sufragio universal- desde el fin de la Segunda Guerra Mundial (1945); según le haya apretado al votante más la bolsa o la restricción de sus libertades. Es ese sistema -democracia y mercado- que describió Francis Fukuyama en 1992, al hablar del “fin de la Historia”, tras el derrumbe de la Unión Soviética; ése en el que los excesos del sub-sistema económico son corregidos por el sub-sistema político y en el que los excesos del sub-sistema político son corregidos por sus efectos en el sub-sistema económico. El elusivo y dinámico equilibrio de las auténticas repúblicas democráticas modernas, fruto de una larga evolución de más de dos mil quinientos años, ha resultado en una asombrosamente generalizada prosperidad dentro de las sociedades que han aprendido ese difícil arte político. Todo lo contrario de lo que ocurre en las naciones que permanecen aherrojadas al sub-desarrollo, como Guatemala, en las que las agendas extremistas aún dominan la narrativa pública...
Por el extremo derecho, aquí, como en casi toda la América Latina, las élites se han aferrado a fórmulas que aunque hipócritamente se disfrazan de “democráticas”, no han sido más que mecanismos para preservar las obsoletas estructuras socio-económicas que injustamente las favorecen, en perjuicio de una fundada esperanza de mejor vida para las mayorías. La última versión de esas fórmulas conserva la esencia de su origen histórico -la utilización de las huestes de Rafael Carrera por los aycinenistas, para imponer su agenda de privilegios- a cambio de “hacerse de la vista gorda” con los desmanes de los rufianes de turno, mientras “ordeñan” al erario público. Por eso, tras más de doscientos años de vida “independiente”, nuestra “democracia de fachada” aún no ha podido darle acceso razonable a la salud, a la educación, a la seguridad y a la vida digna, a la mayoría de sus ciudadanos. Las torcidas “reglas de juego” de nuestro sistema republicano propician el dominio de “partídos políticos” antidemocráticos, diseñados para inhibir el desarrollo de auténticos liderazgos sociales, cuyos “dueños” se encargan de “filtrar” a los candidatos que se presentan al electorado, para garantizar así que sean inocuos al régimen que nos sojuzga. Para que casi sólo podamos “elegir” a candidatos pre-seleccionados que no pongan en peligro al régimen. Esto produce “representantes” que no nos representan en el Organismo Legislativo (es más: “representantes” desconocidos para la mayoría de sus “representados”), quienes a su vez controlan la venal integración de las Cortes, cuyos jueces y magistrados supuestamente dirimen “con justicia” nuestras diferencias, cuando en realidad lo que hacen es garantizar que se imponga la voluntad de la minoría sobre la mayoría.
Por el extremo izquierdo, agazapados a la espera de una oportunidad para asaltar el poder, subsiste también otra terca minoría que contra toda evidencia histórica, aún aboga por la imposición violenta de una dictadura radicalmente revanchista, basada en el ineficaz reparto de lo ajeno. Son quienes a pesar de lo evidente, defienden lo indefendible, como hacen actualmente con la dictadura criminal de Venezuela, por ejemplo. Su principal efecto local es proporcionarle una excusa más a la extrema derecha, cuyo argumento más fuerte es que su permanencia en el poder es “lo que nos salva del comunismo”. Y al revés: la existencia de la derecha extrema, le da “justificación moral” a la lucha por imponer una violenta dictadura dizque igualitaria. Un extremo justifica al otro y ambas minorías resultan en crueles y corruptos despotismos cuando se hacen del poder, negándonos el futuro que la mayoría merecemos.
Pero he aquí que el impulso evolutivo de nuestro cuerpo social es indetenible. Pese a todas las trampas del sistema, el pueblo de Guatemala “le jugó la vuelta” al régimen imperante en las últimas elecciones, poniendo al frente de nuestro Organismo Ejecutivo a un Presidente que escapa a la lógica -y al control- del régimen. Por eso, “el pacto de corruptos”, con el apoyo de la asustadiza “mayoría de la minoría”, intentó impedir que el nuevo gobierno asumiera el poder y al no lograrlo, ha pretendido defenestrarlo, o al menos castrarlo -dizque legalmente- de todo poder real. Mientras su proceso golpista avanza, los guardianes, beneficiarios y corifeos del régimen tildan al actual gobierno de incapaz, de “igualmente corrupto”, de usurpador (fruto de un fraude), de corruptor de menores (¡!) y para guinda del pastel, de “comunista” (¿?). En resumen, de ser “el peor gobierno de la Historia”. Hasta hace muy poco, además, estaban muy envalentonados con su “progreso” y perspectivas: varios exfuncionarios mafiosos, sus compinches, exitosamente “sacados del bote”; con el contubernio del MP y de la KK, un hostigamiento permanentemente al ejecutivo, a los operadores de justicia probos y a la prensa independiente; con la ruptura de las efímeras alianzas parlamentarias iniciales, un gobierno maniatado financieramente; con su cooptación de algunas de las comisiones de postulación para la renovación de las Cortes, una continuación de su control del Organismo Judicial; con ese multifacético dominio institucional, un afianzamiento de su impunidad; y con la inicial campaña del fascistoide Donald Trump vs. un desgastado Joe Biden en los EEUU, un ambiente internacional predeciblemente menos desfavorable a sus designios golpistas, esos concebidos para recobrar todo el poder. Pero todo lo anterior ha cambiado súbitamente: una sorpresiva campaña Harris-Walz ha destanteado al rubio bufón, cuya campaña, en el Norte, parece ir rumbo a su merecido destino, el basurero de la Historia; el gobierno de Arévalo, pese a no haber optado aún por el enfrentamiento directo -para el que está constitucionalmente facultado- no sólo se consolida en el poder, sino hasta obtiene inesperadas victorias políticas, como la reciente ampliación parlamentaria de su presupuesto operativo. Más ominoso aún para las mafias: el informe -todavía preliminar- que la SAT ha presentado recientemente, pone en evidencia la magnitud y el descaro del gobierno de ladrones recién derrotado en las urnas y augura un proceso de creciente concientización pública, similar al que dio lugar a las manifestaciones masivas del 2015...
Mientras tanto, nuestras élites deben aprender que las prósperas sociedades del mundo capitalista que tanto admiran, no surgieron espontáneamente de la ausencia de intervención estatal en sus economías, como pregona el dogma de su fundamentalismo de mercado. Todo lo contrario: en los EEUU o en Alemania; en el Japón o en Canadá; en Francia o en Taiwán, en diferentes momentos y latitudes, siempre hubo un proceso político deliberado que arrancó a esas sociedades de sus formas feudaloides originales, y que propició la gestación y el crecimiento de sus amplias clases medias. A través de (i) dotaciones patrimoniales masivas; de (ii) la creación de amplias redes de satisfactores sociales que propiciaron el acceso generalizado a la salud, la educación, la seguridad contra el crimen y el transporte cotidiano; y de (iii) la creación de condiciones para masivas inversiones destinadas a ampliar el aparato productivo; se creó en esas naciones, la sociedad de consumidores, la clave de su pacífica y sostenida prosperidad. Todo lo cual implicó presión tributaria y regulatoria, además de creatividad fiscal. Para hacer del capitalismo, una fórmula políticamente viable. Por ello, nuestras élites debieran reaccionar menos automática y visceralmente a cualquier iniciativa que oriente el rumbo de la Nación en esa dirección. Como es el caso de la imperfecta pero al mismo tiempo inevitable ampliación presupuestaria, si es que algún día esperamos empezar a pagar nuestra enorme e histórica deuda social. El esfuerzo crítico principal debería ser orientado, en todo caso, a lograr que nuestros diputados al Congreso representen genuinamente a las diversas clases sociales y corrientes de opinión de nuestra sociedad, para lograr un eficaz escrutinio de las prioridades, separando lo esencial de lo superfluo, lo necesario de lo banal, y lo correcto de lo corrupto...
El auge del autoritarismo político en el primer mundo, parece destinado a empezar a desinflarse pronto, como consecuencia del cambio de los vientos políticos en los EEUU. Hubo un repunte de cólera e insatisfacción en amplios sectores sociales como consecuencia de un sostenido crecimiento de la desigualdad socio-económica en los últimos años, factor que propicia frecuentemente la inestabilidad política. Hay también evidencia sociológica de que las decisiones políticas colectivas no son completamente racionales, sino que llevan fuerte dosis de carga emocional. En el caso de los EEUU, los temores tribales de una gruesa proporción del electorado blanco menos favorecido -núcleo del trompismo más agresivo- parecen estar cediendo paso al optimismo y la actitud campechana y confiable que está gestando la nueva fórmula democrática Harris-Walz. Ello explica el inesperado retorno al respeto de las instituciones democráticas y la moderación del discurso político que algunos empiezan a ver en el horizonte; algo que propiciará un entorno más favorable a nuestra propia evolución política y social. Todo lo cual augura mejores perspectivas, ciudadano, para la esperada derrota definitiva de nuestras propias agendas extremistas locales...
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