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  • Foto del escritorCiudadano Toriello

La desigualdad extrema es mal negocio

“No cabe duda de que…el capitalismo ampliará la brecha entre personas que saben desenvolverse en el mercado… y el resto de las personas, a menos que el gobierno tome alguna medida de intermediación, como las exenciones fiscales según los ingresos salariales…” dijo públicamente el pasado 10 de marzo Warren Buffett, multimillonario presidente y fundador de Bershire Hathaway, quien hace unos años dijo también, muy controversialmente: “aquí hay una lucha de clases… y mi clase va ganando”. Buffett (el cuarto hombre más rico del mundo, según Forbes, con un patrimonio neto estimado en $74 millardos) sentenció que el gobierno norteamericano debe hacer “una exención de impuestos a los trabajadores…e (imponerle) impuestos más altos a los millonarios”. No se extrañe, amable lector, Buffett es sólo una más de esas inesperadas voces norteamericanas que creen que la desigualdad extrema es mal negocio…


Frente a “las banderas blancas” en las calles de nuestra ciudad, con nuestros gobernantes tratando de atinar cómo hacer llegar ayuda económica oportuna a los ciudadanos más desafortunados en estos tiempos de necesidad y tribulación (sin que la corrupción la “esquilme” en el camino), no puede uno menos que reflexionar acerca de cómo han logrado otras sociedades prepararse para este tipo de calamidades colectivas más o menos cíclicas. En su libro “Capitalismo y Libertad” (1962), Milton Friedman, por ejemplo, propuso un “impuesto sobre la renta negativo” que (tras los cómputos del caso, según los ingresos de cada individuo) venía a resultar en un “ingreso garantizado” universal. Las cinco razones que invocó Friedman, para sustentar aquella (para algunos, chocante) propuesta, fueron: (1) Reduciría la burocracia gubernamental y todo lo que ello implica, al reemplazar a un gran cúmulo de programas sociales existentes; (2) Estimularía al mercado libre, haciendo que las necesidades de desempleados y desposeídos se convirtieran en demanda efectiva; (3) Rompería la dependencia de los subsidios, pues no se penalizaría en la práctica a quienes obtuvieran otros ingresos, lo cual sí ocurre con los sistemas tradicionales de seguridad social, que “descalifican” a quienes consiguen trabajo y consiguientemente, los encadena sicológicamente a la eterna dependencia; (4) Haría posible actividades que en el sistema actual no son compensadas, como el trabajo cívico o cultural voluntario; y (5) De manera crucial, eliminaría la fuente principal de las percepciones de injusticia en la sociedad…


Nuestros conservadores típicamente sostienen aquí que “la desigualdad no importa, que lo que importa es la eliminación de la pobreza”. Además, “que no hay que regalar nada, porque la gente no lo aprecia y peligrosamente, se acostumbra a recibir sin trabajar”. No obstante, el veredicto histórico es claro: aunque es cierto que el primer ingrediente de la estabilidad política de una sociedad (sin la cual no hay progreso económico sostenido) es una atención razonable de sus necesidades básicas; el segundo, no menos importante, es que la mayoría no perciba que es objeto de injusticia. Sentirse tratado injustamente produce pasiones sediciosas tan intensas, como sentir hambre. Eso es parte de lo que Friedman tenía en mente cuando “le entró” al tema, y lo que el eliminado pre-candidato del partido Demócrata, Andrew Yang, simplificó con su propuesta del “Ingreso Básico Universal” (IBU) de mil dólares mensuales, método aún más simple (¡y más barato!) que “el impuesto sobre la renta negativo” de Friedman. Tanto Yang como Freidman ¡ojo! estaban proponiendo un sistema no-deficitario, financiado con impuestos de los propios ciudadanos y consiguientemente, no-inflacionario. En el caso de Friedman, él estimó que en la década de los sesenta, la economía norteamericana podía “absorber” el costo de ese sistema con los ahorros derivados de suspender otros programas sociales que se tornarían innecesarios y una tasa única de ISR apenas unas décimas por encima del promedio de tasas entonces vigentes. La propuesta de Friedman no prosperó (tuvo la efectiva oposición, entre otros, de los sindicatos de “la industria” de la seguridad social en los EEUU) y Andrew Yang apenas llegó a las primarias de New Hampshire, antes de verse forzado a renunciar por falta de fondos de campaña. Sin embargo, en estos tiempos del Coronavirus, en el que el desempleo coyuntural se suma a las tendencias de desempleo “estructural” causado por la automatización, otras voces que apoyan el concepto del IBU surgen en lugares inesperados, como es el caso de Elon Musk, fundador y principal accionista de TESLA (“…el IBU se va a volver inevitable…conforme avance la robotización…”) o Mark Zuckenberg de Facebook; y lo que ya es indiscutible, es que el tema no desaparecerá otra vez del escenario político tan fácilmente, en el futuro inmediato…


¿Podría un país como Guatemala ensayar el sistema del IBU? Veamos: según el RENAP, Guatemala cuenta con aproximadamente diez millones de ciudadanos de ambos sexos y de todas las edades. Si a cada ciudadano, contra presentación de DPI en el banco de su preferencia, el gobierno guatemalteco le diera DOS MIL QUETZALES MENSUALES, sucederían DOS cosas: (1) Cada unidad familiar podría contar, por lo menos, con Q4mil mensuales (padre y madre son, ambos, ciudadanos), con lo que podrían mantenerse ellos y sus dos o tres hijos promedio modestamente (y eso sin contar los otros ingresos que obtendrían, de emplearse en la economía formal o informal). Si tuviesen UN hijo/a mayor de 18 años viviendo con ellos, tendrían Q6mil mensuales de ingreso familiar mínimo. Ergo, habría una demanda agregada robusta que estimularía el empleo a todo nivel y consiguientemente, las ventas y utilidades de las empresas y con ello, los ingresos fiscales. (2) El rubro presupuestario para tal menester sería de 20 millardos mensuales, o 240 millardos anuales. Según el BANGUAT, el Producto Interno Bruto (PIB) de Guatemala actual es de aproximadamente 600 millardos, con lo cual podemos conjeturar que el Presupuesto Nacional del Estado de Guatemala, sin lastrar demasiado nuestra economía, podría situarse en un 20% del PIB y ésto se traduciría en Q120 millardos anuales (actualmente, andamos alrededor de los 90 millardos). Si asumimos que “nos volamos” suficientes programas sociales que se volverían innecesarios, para dedicar la mitad del presupuesto al IBU, y sólo la otra mitad para todo lo demás (policías, jueces, drenajes, etc.), tendríamos unos 60 millardos para nuestro IBU, o sea sólo una cuarta parte de lo deseable. Guatemala, actualmente, tiene un PIB per cápita (asumiendo 18 millones de habitantes) de aproximadamente US$4,270.00, lo cual refleja que somos aún bastante improductivos: por contraste, los EEUU, $67.4k; Suecia, $51.8k; Canadá, $47.9k. Tendríamos, aquí y en otras partes de América Latina (Costa Rica, $12.7k; México, 10.4k; Argentina, $9.7k) que llegar al PIB percápita, por lo menos, de Uruguay ($17.8k), para poder “costearnos” un IBU de Q2k por ciudadano y seguir manteniendo un gobierno similar al actual…


¿Cómo cuadruplicamos el PIB per cápita en un tiempo razonable? Pues haciéndole caso a un par de autores que invitaron los del ENADE el año pasado, los señores James A. Robinson y Daron Acemoglu, quienes sostienen que si naciones como Guatemala fracasan, es porque sus instituciones son “extractivas”, es decir, porque tienen estructuras socioeconómicas en las que sólo una pequeña minoría se enriquece, con las reglas del juego a su favor, mientras que la mayoría apenas sobrevive, estadísticamente lastrada para “levantar cabeza”, pero aportando, convenientemente para aquellos “chosen few” (los pocos escogidos), la necesaria “mano de obra” barata. La supuesta “derrama” de bienestar en estas sociedades no ocurre, o lo hace a un ritmo muy lento, lo cual provoca grandes tensiones sociales y políticas, en un malsano círculo vicioso que parece no tener fin y que puede conducir a la postre, a violentas dictaduras populistas, como ocurre hoy en Venezuela. Las naciones que triunfan, según Mr. Acemoglu y Mr. Robinson, son las que desarrollan “instituciones incluyentes”, en las que la mayoría, una amplia y creciente clase media, forma parte activa y participativa del entramado republicano y de los mercados que éste alberga. Hay que moverse, inteligentemente, en esa dirección. Para ello, podríamos recurrir a la dotación patrimonial ciudadana, pero ese tema ya no cabe hoy, en este reducido espacio…


"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 5 de Mayo de 2020"

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