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  • Foto del escritorCiudadano Toriello

La debacle aycinenista

“… Declaro que no he merecido la muerte, porque no he cometido más falta que dar libertad ... y procurar la paz a la República...mi muerte es un asesinato, tanto más agravante, cuanto que no se me ha juzgado ni oído... mi amor a Centroamérica no muere conmigo. Excito a la juventud... a dar vida a este país que dejo con sentimiento, por quedar anarquizado; y deseo que imiten mi ejemplo de morir con firmeza, antes que dejarlo abandonado al desorden en que desgraciadamente hoy se encuentra...” – Extraído del Testamento de Francisco Morazán, dictado apresuradamente, tres horas antes de ser fusilado, en San José, Costa Rica, el 15 de Septiembre de 1842.


La perniciosa trama del clan Aycinena, desde la falsa independencia conservadora (1821) hasta la proclamación del “Presidente Vitalicio” (1854), pasando por el fraude electoral que le robó a José Cecilio del Valle, sí, ¡al sabio!, la primera Presidencia Federal (1825), con el ulterior y mezquino propósito de preservar su odioso control del Comercio exterior en el istmo, resultó trágica. Además de la guerra civil de 1826 a 1829, la propuesta del “tercer marqués” en el Congreso Federal, a su retorno del exilio (San Salvador, 1838), para dejar a los Estados “seguir sus propios rumbos”, trajo la efectiva destrucción de la República Federal de 1824 y la preservación por más tiempo de la sociedad de sólo dos clases, en una Guatemala “independiente”(1847), con “orden” pero sin Constitución. Cabe especular que si Francisco Morazán hubiese hecho en Guatemala, en 1829, lo que Rafael Carrera hizo en Quetzaltenango, en 1840 (es decir, fusilar a todo el liderazgo separatista), Centroamérica aún sería, probablemente, una sola, nuestra Patria Grande. Pero no fue así, ni Mariano ni Juan José de Aycinena, ni el infame arzobispo baturro y traidor, Ramón de Casáus y Torres, murieron fusilados cuando estuvieron en sus manos. Morazán los envió a un exilio que resultó dorado, desde el cual se dedicaron a minar persistentemente el futuro de la joven república y quien terminó fusilado, fue él; en un martirio tan heroico cuanto estéril, aún hoy poco reconocido (todos los 15 de septiembre los centroamericanos debiéramos conmemorar con cuarentidós cañonazos el año del siglo XIX en que Morazán ofrendó su vida por nuestra libertad y nuestra frustrada unión). El accidentado interludio liberal centroamericano (1829-1840) fue, entonces, sólo un fugaz e intermitente episodio, desafiado con saña por el fanatismo y la ignorancia en mil frentes y abortado definitivamente en 1840, con la derrota inflingida a Morazán por Carrera en Guatemala, dando inicio a “la noche de los treinta años”. Envalentonada con el ascenso de Metternich y las ideas conservadoras en Europa tras la derrota de Napoleón en 1815, pronto salió a flote una reacción conservadora en todo el continente americano, que tuvo en esta tierra una de sus expresiones más acérrimas y duraderas. Y es pertinente recordar esos detalles de nuestros oscuros orígenes porque dejaron su impronta en la idiosincracia nacional (“cada mico en su columpio”), una en la que persiste, a veces solapadamente y a veces de manera más abierta, un persistente, insolidario y cerrado “aycinenismo sin Aycinenas”...


Con todo, aquella trama fue una victoria pírrica para los aycinenistas, pues no es posible detener completamente la rueda de la Historia. En primer lugar, al fomentar la insurrección desde los púlpitos, le dieron carta de naturaleza a un nuevo actor relevante en el escenario nacional: el mestizo rural con fusil y a caballo, proveniente de las zonas de oriente donde ya se había venido desdibujando el pacto colonial de “las dos repúblicas”. Como lo ejemplificaba Carrera, el criollo, más alto y educado, diestro con el sable, ya no reinaba supremo frente al rebelde mestizo, de menor tamaño físico pero más taimado, si este último estaba presto a usar armas de fuego. En mal disimulado despecho por esta transaccional cesión de poder real, los desplazados se burlaban a sus espaldas (“por indios”, decían) de sus nuevos “aliados políticos”. Pero el hecho concreto es que el poder se pobló de inusitada gente ruda que no era criolla. De pronto, 150 fusiles se convertían en un ejército de lealtad dudosa, con soldados de ocasión, fieles personalmente a un caudillo y a nadie más. En su afán por detener el reloj de la Historia y enfrentar a los intelectuales citadinos que constituían el núcleo del movimiento liberal, el clan abrió aquella caja de Pandora, apostándole a su habilidad de manipular con su dinero a aquella nueva fuerza, para lo cual se apoyaron en el fanatismo religioso, inicialmente, y luego, en la corrupción. Al principio, funcionó. Los caudillos y sus lugartenientes se conformaron con unas tierritas por allí, un “estanco” (negocito) por allá y un forzado “reconocimiento” social. Pero quedaba sembrada la semilla de la perpetua insurrección que años después vendría a personificar Serapio Cruz, “Tata Lapo”, a quien hubo que emboscar en Palencia para después exhibir su cabeza en la punta de una vara (1870), desde la Calle Real hasta el Parque Central, para que calara el mensaje de que la anarquía no se podía tolerar...


En segundo lugar, el terco conservadurismo aycinenista les hizo desdeñar la diversificación productiva y la apertura a nuevos actores económicos. Aferrados al mercado del añil, fueron golpeados bajo la línea de flotación por sus clientes de última instancia, los ingleses; quienes lenta, hipócrita, pero efectivamente, trasplantaron los cultivos del tinte azul guatemalteco a la India, en el corazón del imperio inglés. La renuencia aycinenista a darle crédito de avío a los nuevos terratenientes “irregulares” le abrió nichos de mercado a nuevas casas comerciales: las de Herrera, Larraondo y Samayoa, toleradas por Carrera precisamente por su aperturismo a los nuevos y modestos ricos a los que su gobierno dio pie. Éstas tres casas comerciales finalmente los desplazarían de los financiamientos de avío en los “novedosos” cultivos de la grana y el café y más al meollo, de su posición dominante en el comercio exterior. El “ilegal” comercio a través de Belice, entonces, ya tampoco se pudo reprimir, dándole simbólica aceptación social con el conspicuo consumo de whiskey escocés que podía comprársele ahora abiertamente, por ejemplo, a “Skinner & Kleé”. Aún así, los conservadores en el poder mantuvieron una persistentemente entreguista relación con Frederick Chatfield, el eterno y ominoso “plenipotenciario” inglés (1833-1851), experto en alimentar la discordia entre centroamericanos (“divide y vencerás”), con la expectativa de conservar Belice y de construir un Canal en Nicaragua para la pérfida Albión, antes de que lo lograra “cualquier otra potencia”.

Mientras tanto, en las provincias centroamericanas, las respectivas “aristocracias independientes” emulaban a los Aycinena pero los eludían, propiciando su propios clanes mercantiles de provincia.


Finalmente, sin renovación efectiva del liderazgo familiar, disminuidos financieramente en términos absolutos y relativos y frente a un mucho más complicado cuadro para la numerosa nueva generación, el peso relativo del clan se desmoronó. En 1855, obviamente marginado, murió Mariano y diez años más tarde, sin transferir el marquesado y sin descendencia, Juan José. Durante sus vidas, presenciaron cómo los EEUU habían apoyado la independencia de Texas, primero (1836) y el despojo al México independiente de la mitad de su territorio, después, en 1848. Ese mismo año tuvieron noticia de que en Europa caía Metternich y que Marx y Engels publicaban su Manifiesto Comunista. Mariano no alcanzó a ver cómo Carrera consolidó su posición de bastión conservador en Centroamérica, enviando crucial apoyo a Nicaragua en la “guerra nacional” contra el filibustero William Walker, derrotado este último por el militar guatemalteco, el mariscal José Víctor Zavala, en 1856. Carrera, nunca plenamente controlado por el clan, terminó usándolos a ellos, como ellos lo habían usado a él, buscando el experto apoyo de sus parientes y corifeos, como Manuel Pavón (“el mejor gobierno es el que no se siente”) y Pedro Aycinena, la cara internacional del régimen, pero erosionando callada y simultáneamente su poder. Repondiendo a sus mejores instintos, Carrera impidió que los “güizaches ladinos” despojaran a las comunidades indígenas de sus propiedades comunales y mantuvo a todos los grupos razonablemente en paz; hasta que tras “designar” a su sucesor, Vicente Cerna, también murió, tras Juan José, en 1865. El país gozaba de cierta prosperidad que había traído la estabilidad, pero carecía de caminos, de puertos y de luces. Al año siguiente, Benito Juárez fusiló al “segundo Emperador” de México, Maximiliano de Hasburgo, dándole impulso a la Reforma Liberal mexicana. La oportunidad para intentar construir una República, en Guatemala, se presentaba otra vez...


El aycinenismo sigue vivo en el 2020 en Guatemala y apoya, porque torpemente lo considera conveniente, la cooptación de todo el poder Judicial por las mafias que medran a la sombra del poder. Por eso los auténticos liberales debemos seguir diciendo: NÓ AL GOLPE. Respeten a nuestras más altas Cortes. Respeten la Constitución...


"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 22 de Septiembre de 2020"

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