“Los fuertes hacen cuanto pueden hacer y los débiles sufren lo que no pueden evitar…” – Tucídides, reflexionando acerca de cómo Atenas arrasó a la isla de Melos (matando a todos sus hombres y esclavizando a todas sus mujeres y niños) por la pretensión isleña de permanecer neutral en la guerra contra Esparta (Libro V, en la “Historia de la Guerra del Peloponeso”, c. 415 a.C.).
Poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, los pacifistas más radicales de Occidente abogaron apasionadamente por “el equilibrio nuclear” entre la antigua URSS y los EEUU, bajo la tesis de que no había mejor disuasivo para impedir un devastador holocausto mundial, que la conciencia de que un conflicto entre las dos potencias conduciría inexorablemente a “la mutua destrucción asegurada” (Mutually Assured Destruction – MAD). Así, los pacifistas occidentales criticaban cualquier incremento del poderío estadounidense como “desestabilizante”, pues temían que “el complejo militar-industrial” norteamericano, al que ominosamente se refirió Eisenhower al fin de su período presidencial, podría precipitar una tercera guerra mundial, al ceder a la tentación de una “guerra preventiva”. A pesar de tales consideraciones, los EEUU, como resultado de una prosperidad que el bloque soviético nunca pudo alcanzar, empezó a desarrollar un “paraguas nuclear” satelital (la “guerra de las galaxias” de Reagan), que teóricamente le permitiría a los EEUU embarcarse en tal guerra “preventiva”, o de manera igualmente “desestabilizante”, defenderse oportunamente de cualquier ataque iniciado por la URSS, para después responder masivamente con su potencial destructivo intacto. Pero pese a su clara y creciente superioridad estratégica, ya evidente en las últimas dos décadas del siglo pasado, Occidente nunca materializó el temido “ataque preventivo”, ni provocó una reacción equivalente de su enemigo, al que ya con esa excusa, podría haber -supuestamente- borrado del mapa. Podemos atribuir tal cosa a que la potencia occidental, pese a sus muchos otros defectos, como toda auténtica democracia, ha desarrollado una cultura “anti-guerrerista”; o si se prefiere, más cínicamente, a que el “paraguas nuclear” nunca eliminó completamente el alto costo de un potencial enfrentamiento. En otras palabras, lo que ahora ocurriría en un enfrentamiento nuclear sería una “mutua destrucción asegurada desigual” (Unequal Mutually Assured Destruction – UMAD?), todavía inaceptable para Occidente, aunque ya plenamente letal para los herederos de la antigua URSS. Sobre ese precario equilibrio de conjeturas se asentó la frágil paz mundial de la que aún gozamos... Todo ello condujo, en la práctica, a reducir el poderío nuclear a un armamento prácticamente inútil, a ser sólo un recurso cuasi-suicida de última instancia; y a revalorizar la importancia estratégica de las “armas convencionales” y de las “guerras in-situ”, esas para las que las aburguesadas masas occidentales ya no tenían apetito...
Ha corrido agua bajo el puente desde los tiempos iniciales del “MAD”: tras la crisis de los misiles en Cuba (1962) y la instalación de “los teléfonos rojos” (entre Moscú y Washington, para aclarar malentendidos), cayó el muro de Berlín, la URSS implosionó, la China Continental surgió como nueva Potencia mundial -y también nuclear- y lentamente nos encaminamos a un escenario engañosamente multi-polar. Pero la lógica de la “UMAD” continúa vigente. Consiguientemente, la Rusia de Putin, subdesarrollada económicamente pero nostálgica del pasado imperial de la URSS, ha podido desafiar en su periferia, de manera limitada pero hasta ahora impune, a Occidente; consciente de la visceral aversión de las democracias a los enfrentamientos bélicos convencionales. De esa manera, Rusia poco a poco ha venido recuperando el acceso a “aguas cálidas” (la anexión de Crimea y de la región ucraniana del Donbar) que ha ambicionado desde tiempos de los Romanov y a lo que Occidente no ha tenido estómago para oponerse. Es decir, la “invasión rusa” a Ucrania no es “inminente”, está en proceso; empezó en el 2014 y se ha mantenido mediante el apoyo a los grupos supuestamente “independentistas” de Ucrania, desde entonces. Lo que hoy presenciamos es la amenaza de invadir el corazón de ese país y su capital, donde está asentado su gobierno. La razón de fondo es que Ucrania, profunda e históricamente emparentada con Rusia, constituye un pésimo ejemplo para el pueblo ruso, por su peligrosa (para el régimen de Putin) preferencia por la democracia y por su simpatía con los valores de Occidente. Preferencia que se manifestó con el popular derrocamiento de un gobierno dictatorial durante la Revolución de la Dignidad, en Febrero de 2014 y que se ha agudizado, a ojos del Kremlin, con sus acercamientos a la Comunidad Europea y con su abierta búsqueda de la reticente protección de la OTAN. Todo lo cual “se filtra” por la internet y pese a la censura estatal, a Rusia. Para complicar más las cosas, el gasoducto que conecta directamente a los recursos energéticos rusos con Alemania, sin pasar por Ucrania, fortalece el cerco ruso sobre su antiguo satélite y ha sido hecho posible por la miope codicia occidental, en una nueva puesta en escena del viejo dicho de Lenin: “los capitalistas nos venderán la soga con la que habremos de ahorcarlos”. Con el agravante de que los alemanes les han prestado el dinero (que los rusos probablemente nunca pagarán) para que compren la soga. “Cosas veredes, Sancho amigo”...
Pero Putin no calculó bien esta vez la reacción occidental. Su amenaza directa a Kiev toca fibras más sensibles que las que tocó cuando invadió el litoral del Mar Negro, pues resucita fantasmas aún no del todo olvidados en las norteñas capitales europeas. Al margen de sus desplantes, tampoco calculó bien su debilidad real (en términos económicos, demográficos y militares) en relación a Occidente. Una cosa es reprimir a su oposición política en su tierra y ordenar, según aseguran los británicos, asesinatos a distancia; o someter a un vecino en lucha desigual; y otra, muy distinta, es imponerse a un rival militar de consideración que finalmente despierta. Al igual que el Zar Nicolás II en el caso de sus guerras, primero con Japón y luego contra los Aliados en la Primera Guerra Mundial, si se lanza, podría estar propiciando “el principio del fin” de su régimen, porque será un tradicionalmente golpeado pueblo ruso quien tenga que asumir el costo directo de las apuestas del tirano. Por eso, Rusia ha sido históricamente mucho mejor para la defensa que para el ataque. Los rusos detuvieron a Napoleón y a Hitler y en “rebotes” acompañados por poderosos aliados, devolvieron el golpe a sus agresores. Pero cuando Nicolás II pensó que “les daría una lección a esos monos amarillos” -por ejemplo- y envió a su flota del Báltico a darle la vuelta al mundo para someter al Japón, el resultado fue muy diferente. En una sola noche, la Armada Japonesa hundió a toda la soberbia pero ineficiente flota rusa, precipitando la Revolución de 1905 en la capital del Zar. Mal hará Putin, pese a lo que insinúa su astuta propaganda, en considerar que puede “darle una lección” a ese “viejito” Biden. Sobre todo ahora que gracias a su “derrota pírrica” en Afganistán, Biden no tiene ya ese desgaste en la vecindad de Ucrania (y los afganos implosionan solos, sin los dólares que malgastaban sus invasores). Ya no digamos si se considera que Occidente tiene la tecnonología para sustituir buena parte de sus activos militares humanos por drones y por armas nucleares tácticas. Un acto de insensata arrogancia de Vladimir puede resultarle muy caro a él y a Rusia y obligar a Occidente a hacer cosas que preferiría evitar. Por otra parte, a pesar del daño financiero que sufrirán algunos bancos alemanes, la verdad es que Europa puede conseguir gas, con algunos costos extras, en casi cualquier otra parte; quién le compre ese gas a Rusia, por lo contrario, si no es Europa, sólo podría ser China; de cuya “amistad” y dependencia creciente, Rusia tampoco saldrá bien librada...
En ese contexto, no deja de ser peculiar la simpatía que despierta el comportamiento autocrático de Putin en Occidente, en casos como el del supuestamente disimulado Trump, o en despistados latinoamericanos “anticomunistas”, como Jair Bolsonaro, que impertinentemente está llegando en estos momentos “de visita”. Parece que a otros autócratas, en ejercicio o en ciernes, les gusta su concentración del poder, su intolerancia a quienes se aparten de su ortodoxia (como nuevos nazis, detestan a los “huecos”, a los judíos y a los disidentes), además de aplaudir un “nacionalismo” militante y militarizado, con sus uniformes, desfiles y demás parafernalia beligerante. Sin olvidar que buscan el poder vitalicio. Aquí en Guatemala, sin ir más lejos, los mismos que trabajan incansablemente por tener una “administración de justicia” a su servicio, que sabotean a la prensa independiente (por “chaira”) y que conspiran para mantenerse en el poder en contra de la voluntad mayoritaria, aplauden al “hombre fuerte” ruso. Supuestos “anticomunistas” tropicales, ahora “le sacan la lengua” a las naciones amigas del G13, mientras lanzan elogios al “deportista” y amigo “del cristianismo ortodoxo”, el nacionalista eslavo, surgido de la KGB. No cabe duda, también entre nosotros, hay muchos auténticos... ¡“hijos de Putin”!
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 15 de Febrero de 2022"
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