“Las grandes empresas familiares existen en todos los países, pero en pocos lugares las mayores son tan dominantes como en el Triángulo Norte... Sus acciones no se venden al público... la mayoría son recelosas de su información ... y se sienten injustamente demonizadas en una región que no sufre escasez de actores perversos... (Pero) por largo tiempo han usado su músculo político no sólo para hacer dinero sino para preservar las fallas del sistema que les favorecen... El 26 de marzo, Juan González, asistente del Presidente Joe Biden, dijo que debido a esta ‘élite predatoria’ es que muchos centroamericanos tratan de escapar a los EEUU... (No obstante, el) advenimiento de la democracia y la expansión del crimen organizado han hecho de la vida de los oligarcas algo mucho más complejo. En Guatemala, el Estado ha sido capturado por una red rival de generales, criminales y políticos arteros. Las viejas empresas familiares no sólo deben esquivar a ese bajo mundo, sino que son rebasadas por éste en la lucha por influir... (y) conforme pierden influencia política, están empezando a ver más claramente los beneficios de una gobernanza menos opaca... En una región agobiada por la corrupción y la demagogia, la lucha por construir un Estado imparcial necesita de todo el apoyo que se pueda concitar – aún el de los oligarcas.” – El Economista, edición del sábado 3 de abril de 2021: “La élite centroamericana: sangre y dinero”, con los acápites, “La influencia de las dinastías centroamericanas disminuye” y “Los oligarcas no están pudiendo ni con los demagogos ni con los narcos”.
Desde fines de la semana pasada el artículo citado, coloreado con “jugosas” aunque discutibles anécdotas históricas, causó revuelo en algunas redes sociales. “The Economist”, una venerable revista fundada en 1843 y editada en Londres, que ha sido tradicionalmente defensora del liberalismo clásico y apreciada por su imparcialidad, al tiempo que se considera “radicalmente centrista”, amiga del mercado libre y la globalización, empezó a ser llamada en ciertos círculos conservadores guatemaltecos, como “The Socialist”. Pese a que el Encuentro Nacional de Empresarios (ENADE) en 2019 trajo como conferencista estrella a James Robinson (co-autor, junto a Daron Acemoglu, de “Por qué fracasan las naciones”), cuyo diagnóstico para el desarrollo es el abandono de la cultura tercermundista “extractiva”, en dirección a las “instituciones incluyentes” del primer mundo, Guatemala sigue siendo percibida en algunos círculos académicos internacionales como una especie de Sudáfrica, antes del derrumbe del Apartheid. Los críticos del “tendencioso” artículo de marras, por otra parte, señalan que éste adolece de serias inexactitudes históricas, sobre lo cual tienen razón. El problema es que “el fondo” y las conclusiones del artículo no están del todo errados y para los apegados al rigor histórico, es entonces útil hacer aquí un apretado resumen al respecto.
Guatemala emergió del período colonial con una élite recién renovada, a partir de 1715, con recientes emigrantes del norte español; a quienes anteriormente se les había vedado el acceso “a Indias”, destino reservado sólo para los originarios de Castilla, Extremadura y Andalucía. Merced a las “reformas borbónicas”, estos inmigrantes de “la periferia española” (con apellidos como Irrisari, Irigoyen, Arrivillaga y Aycinena) vinieron a satisfacer el deseo de “sangre fresca” de las cansadas, pueblerinas y poco dinámicas élites “criollas”. Éstas renegaban, en la práctica, de su temprano mestizaje (por escasez original de mujeres españolas, fenómeno emblematizado por doña Leonor de Alvarado, hija de Pedro de Alvarado con Luisa de Xicoténcatl, a su vez hija de un cacique de Tlaxcala) y se mostraban ávidas de un mayor “blanqueamiento” de su piel. A fines del siglo XVIII, aquel proceso había conducido al dominio de los recién llegados en la economía guatemalteca, por la vía del control del comercio exterior y en particular, de la exportación del añil. El epítome del proceso lo encarnaba don Fermín de Aycinena e Irigoyen, quien mediante tres ventajosos matrimonios con ricas herederas locales, fundó un numeroso “clan familiar”, que avasalló a un régimen de claros rasgos feudales, al que el clan trató de preservar en los turbulentos años de la Independencia. Como es conocido, el clan conspiró para adelantar un “golpe independentista” (1821) y unirnos al “primer Imperio Mexicano”. Tras la debacle imperial, mediante nuestro primer fraude electoral, conspiró otra vez para impedir la consolidación de las estructuras republicanas y posteriormente, propició la guerra civil que destruyó a la Federación Centroamericana y que nos trajo la larga “noche de los treinta años” (1839-1871). Prevaleció astutamente sobre todos los grupos políticos, imponiéndonos una disminuida y peculiar “monarquía aldeana”, sin estructura republicana real, hasta que por su propia miope insistencia en no diversificarse fuera del mercado del añil, quebró y con ello, sus más connotados líderes perdieron definitivamente su influencia.
Pero “el espíritu aycinenista” no murió con la debacle comercial del clan. Re-encarnó en una nueva y pragmática “aristocracia liberal, adaptada a los nuevos tiempos”. La “aristocracia del añil” venida a menos había arreglado un “matrimonio de conveniencia” con los más avispados “montañeses” y corifeos de Rafael Carrera. Una generación después, como lo epitomiza el matrimonio del mestizo, advenedizo, pero guerrillero triunfante, Justo Rufino Barrios, con Francisca Aparicio y Mérida, hija de la más rancia aristocracia “altense”, estos “liberales” adoptaron el “régimen de propiedad privada” y por la forma en que lo hicieron, se constituyeron en “los nuevos patrones” del país, ahora, supuestamente, “moderno y republicano”. El truco fue que la propiedad privada de la tierra era lo que decía el nuevo y flamante Registro de la Propiedad. “Agrimensores acreditados” (topógrafos con fé pública), se dieron a la tarea de identificar y medir “terrenos baldíos” que posteriormente el Estado “subastaba públicamente” (un sábado a las tres de la tarde, en Gualán, por ejemplo; tras un “edicto” de dos líneas publicado en una esquina perdida del “diario oficial”), al “mejor postor”. Los allegados al régimen (apellidos como los Herrera, los Samayoa, los Aparicio y los Pivaral), por supuesto, “se sirvieron con la cuchara grande”, conservando en algunos casos grandes extensiones de tierra, y en otros, revendiéndolas a terceros (como los caficultores alemanes o los bananeros norteamericanos). El punto es que no se aprovechó la privatización del agro guatemalteco para limpia y efectivamente hacer una “república de todos los ciudadanos” (como ya para entonces, tras la victoria de Lincoln, se había empezado a hacer en los EEUU), sino que se preservó la estructura socio-económica bipolar que heredamos de tiempos coloniales, con las varientes necesarias (como la “Ley contra la vagancia”) para la eficaz operación de un “capitalismo de plantación”. A mediados del siglo pasado, el proceso había conducido a la consolidación de una nueva élite próspera, ahora hasta con ramificaciones industriales (los Sánchez, los Castillo, los Novella), frente a una mayoría de desposeídos. Fue al corazón de este sistema al que le apuntó Arbenz en 1952 con su Reforma Agraria (como también lo hacía, en clave capitalista, el general MacArthur, al otro extremo del océano Pacífico) y al que la reacción conservadora defendió con el auxilio del gobierno de Eisenhower en los EEUU. Tras 1954, con la “cuestión social” no resuelta, surgieron las facciones que creían en “la receta marxista” y ello nos trajo “el conflicto armado interno” y casi cuatro décadas de violencia política, hasta que finalmente arribamos a nuestra precaria “paz firme y duradera”. En busca de la estabilidad y mediante el pacto de 1986, nuestras élites -ya ampliadas con los efectos de la “sustitución de importaciones” y la posterior globalización- crearon un sistema en el que de facto, “el poder se compra”. No obstante, para sorpresa de tirios y troyanos, con la creciente corrupción y la expansión del narcotráfico, los “postores” en la subasta por el poder político ahora incluyen a esa red rival de generales, criminales y políticos arteros, de la que habla The Economist.
Incorporar a las mayorías desposeídas a la plenitud de la vida republicana por la vía del reparto agrario, como pudo hacerse en 1821, en 1871 o en 1954, siguiendo la ruta de Lincoln o de MacArthur, resulta hoy aritméticamente imposible, técnicamente regresivo y políticamente inviable. Pero mientras no encontremos la forma de incorporar a las mayorías a una economía de mercado plena y a una autética vida republicana, seguiremos siendo políticamente inestables, algo que no parecen haber comprendido del todo nuestras élites, aferradas a la creencia de que la ruta al progreso es “no hacer olas”. Actitud que las tiene -con la no aprendida lección histórica del primer aycinenismo- al borde de tornarse, otra vez, irrelevantes. En enero de este año se presentaron más migrantes guatemaltecos indocumentados en las fronteras de los EEUU, que los que caben como espectadores en el Estadio Doroteo Guamuch. Demasiados quieren huir de aquí. Así que cabe ponderar una ruta directa y pacífica hacia ese desarrollo integral que aún no llega, cual es la utilización de los mecanismos de la “dotación patrimonial ciudadana” (ver pag.77 de la “Plataforma Ideológica”, en www.ciudadanotoriello.com). Claro, el requisito previo es expulsar de la conducción de la cosa pública a la corrupción y al crimen organizado, como lo han hecho todas las naciones exitosas. En relación al papel de las élites, recuerdo lo que decía mi profesor de macro-economía en MIT, Lester Thurow: “la diferencia entre una aristocracia y una oligarquía, es únicamente su comportamiento; es una cuestión de ética, de moral pública”...
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 6 de Abril de 2021"
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