“Si a la Historia la privamos de Verdad, no nos queda más que un cuento inútil, sin provecho.” – Polibio, prominente prisionero griego de los romanos, vuelto preceptor del general Publio Cornelio Escipión, ‘el Africano’; historiador y filósofo que influyó en el pensamiento político desde Cicerón hasta los fundadores de la República Norteamericana (c.208- c.125 adC).
El proceso independentista se precipitó en la América Española como consecuencia de la invasión de la península ibérica por Napoleón Bonaparte, quien en 1808 aprovechó las decadentes condiciones del viejo imperio para imponerle su yugo a quienes hablaban español. El proceso se aceleró y se definió más, cuando la Constitución de 1812, redactada (entre otros, por diputados hispanoamericanos) en plena “guerra de Independencia” (de España, contra los franceses) fue abolida, en 1814, por el ingrato Fernando VII, “el deseado”; quien tras ser restaurado, a costa de sangre, sudor y lágrimas, al Trono de una monarquía constitucional (“a la inglesa”), resolvió, traidoramente, volver al absolutismo. Aquello fue parte de una amplia reacción conservadora, fortalecida en todo el continente europeo por la derrota definitiva de Napoleón y emblematizada por la ascendencia diplomática del austríaco Klemens Von Metternich. El subsiguiente “Congreso de Viena” (bajo el liderazgo de las monarquías absolutistas de Austria, Rusia y Prusia y con la cínica aquiescencia de Inglaterra) puso en retirada a los liberales europeos continentales hasta 1848 y le dio ánimo a los conservadores latinoamericanos para oponerse a los impulsos republicanos que habían surgido en la región desde la independencia de los EEUU, en 1776. En España, esa reacción conservadora tuvo una efímera interrupción, “el trienio liberal” (1820-1823), durante el cual, tras el golpe de Estado de Rafael Riego, terminó de materializarse la independencia de la América Española. El absolutismo, no obstante, volvió a España de la mano de los “cien mil hijos de San Luis”, un nuevo ejército francés enviado a la Península por las monarquías que coordinaba Metternich, para apoyar a Fernando VII, ya para entonces, “el rey felón”. Ese fue el telón de fondo que explica la persistencia anti-republicana de los grupos conservadores hispano-americanos desde el momento mismo de la Independencia.
En Guatemala aquel fenómeno incluyó desde la falsa independencia conservadora (1821) hasta la proclamación del “Presidente Vitalicio” (1854), pasando por el fraude electoral que le robó a José Cecilio del Valle la primera Presidencia Federal (1825) ), con el ulterior y mezquino propósito de preservar un odioso control monopólico del Comercio exterior en manos de una pequeña oligarquía capitalina. Ello conllevó la efectiva destrucción de la República Federal de 1824 y la preservación por más tiempo de la sociedad de sólo dos clases, en una disminuida Guatemala “independiente” (1847), con “orden” pero sin Constitución. El accidentado interludio liberal centroamericano (1829-1839) fue, entonces, sólo un fugaz e intermitente episodio, desafiado con saña y abortado definitivamente en 1840, con la derrota inflingida a Morazán por Carrera en Guatemala, seguida por el fusilamiento del primero en Costa Rica en 1842. Pero aquello no fue más que una victoria pírrica. De vuelta del exilio, tras haber escrito sus “Reflexiones sobre reforma política en Centroamérica” (también conocidas como “el libro del Toro Amarillo”, por la composición gráfica de la portada de su recopilación), el clérigo/marqués Juan José de Aycinena, hecho “ideólogo conservador”, relevó a un derrotado y relativamente desprestigiado Mariano de la posición de líder de “la familia”, responsabilidad que ahora delegaría en su primo, Manuel Francisco Pavón y Aycinena, hijo de su tía Micaela y seis años menor que él y sobretodo en su hermano, de padre y madre, Pedro, diez años menor que él. Aunque estos dos personajes jugaron papeles clave en los subsiguientes gobiernos de Carrera, la incómoda alianza con “los montañeses” significó compartir el poder con grupos sociales que nunca antes habían tenido acceso a él y aquello cambió para siempre la morfología social de la élite chapina.
La cercanía a un poder sin cortapisas convirtió a antiguos guerrilleros en propietarios agrícolas de variado tamaño, que se beneficiaron de traer de Oaxaca un novedoso -y transitorio- cultivo de exportación: la grana o cochinilla, que no requería de mucha tierra para su producción. Apegados tercamente al mercado del añil, la adicional renuencia aycinenista a darle crédito de avío a los nuevos terratenientes “irregulares” le abrió nichos de mercado a nuevas casas comerciales: las de Herrera, Larraondo y Samayoa, toleradas por Carrera precisamente por su aperturismo a los nuevos y modestos ricos a los que su gobierno dio pie. Simultáneamente, la paternal protección del “Tata” Carrera a los liderazgos indígenas locales, inhibió el retorno a prácticas abiertamente feudales en torno a la ocupación de tierras y al empleo de mano de obra. Mientras tanto, el mercado del añil se derrumbaba y nuevas fortunas se hacían mientras otras se perdían. En la siguiente generación, los hijos de algunos de los relativamente prósperos nuevos ricos emparentaron matrimonialmente con los criollos venidos a menos, casándose con sus hijas. De esta cuenta, esta nueva élite, más mestiza pero con adquiridas ínfulas criollistas, empezó a exigir modernidad, infraestructura y apoyo para un nuevo y prometedor cultivo: el café. Era la generación que iba a protagonizar la renovada “revolución liberal del 71”...
Es inevitable, en este punto, por razones de espacio, simplificar la explicación de un proceso complejo. Pero es pertinente señalar que éste era el momento de ensayar nuevas fórmulas republicanas: el país aún tenía abundante tierra sin dueño en relación a su población. Tras las revoluciones europeas de 1848, mediante el fomento de la pequeña propiedad y otras medidas de política social, el ascenso de las clases medias en Europa se consolidó en los países que junto a los EEUU, terminarían ganando la primera Guerra Mundial. Hasta la conservadora Alemania, de la mano de Otto von Bismark y para “adelantarse a los socialistas”, puso las bases de un futuro “estado de Bienestar”, en uno de los primeros ejercicios de “realpolitick” moderno. Era, pues, momento para un liberalismo transformador en Guatemala. Pero los engañosos ejemplos de las monarquías del este europeo y la sociedad bi-polar del sur de los EEUU, al ocultar sus profundas debilidades internas (que a la postre condujeron, a todas esas sociedades, al desastre), se presentaban como un más compatible “modelo viable” que nuestros nuevos -y falsos- “liberales” se aprestaron a imitar. Por eso la adopción generalizada del sistema de propiedad privada y su registro institucional -un proceso plagado, en la práctica, de grandes vicios, falencias y corrupción- terminó consolidando aquí la dualidad latifundio/minifundio, la estructura bipolar, semifeudal, que heredamos de la Colonia y característica, también, del “capitalismo de plantación”; en vez de conducirnos a la “república de todos los ciudadanos”, la del generalizado pequeño propietario, a la que los teóricos liberales decían aspirar. Así, un “aycinenismo cultural guatemalteco”, pese al ocaso de sus fundadores, se había consolidado, paradójicamente, a través de sus inesperados nuevos interlocutores, los artífices de la Revolución Liberal de 1871...
Tres cuartos de siglo después, también Árbenz (1952) intentó transformar nuestras heredadas estructuras semi-feudales, una vez más. Habiendo acertado en el diagnóstico, sin embargo, se equivocó con la receta, pues su reforma agraria no propiciaba el surgimiento de nuevos pequeños propietarios, sino fórmulas inspiradas en los fallidos experimentos soviéticos y en el ejido post-revolucionario mexicano. Pero en vez de “reformar la reforma” en dirección a lo que Douglas McArthur estaba haciendo en el Pacífico de la posguerra (Japón, Corea del Sur y Taiwán), la reacción conservadora (1954) se conformó, simplemente, con “echar el reloj para atrás”. Una vez más perdimos la oportunidad de crear la República de todos los ciudadanos, la de un capitalismo moderno e incluyente, la de la prosperidad para las mayorías. La tradicional virulencia con la que el pensamiento conservador reacciona a los cambios, nos llevó, una vez más, a una terca y simplona polarización ideológica -entre los que no quieren que las cosas cambien y los que piensan que la solución está en un paralizante reparto de lo ajeno- que no nos abandona aún. El reto de los auténticos liberales, viabilizar la república de todos los ciudadanos y el capitalismo moderno e incluyente, se ha vuelto más difícil, en este clima de confrontación. Pero la rueda de la Historia es indetenible y también pasará por este trópico caliente. Aunque nuestro “aycinenismo cultural” y su estéril permanencia de dos siglos, siga aquí, en boca de nuevos y hasta inverosímiles “aycinenistas”, oponiéndose a los cambios y reclamando por sus imaginarios fueros...
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 31 de Agosto de 2021"
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