“Déjenme emitir y controlar el dinero de una nación y entonces no me importará quién escribe las leyes.” – Mayer Amschel Rothschild (1744-1812).
“A mediados del siglo XV, un banquero florentino, Giovanni, recibió de un comerciante veneciano, Nicolo, un depósito de más de diez mil ducados (una gran bolsa de monedas). Tras convertirlos a florines a una tasa mutuamente acordada, el depósito serviría para que de ello el florentino tomara una fracción y se la enviara a otro comerciante, holandés, Diederik, sin que el veneciano tuviera que arriesgarse a transportar físicamente las monedas hasta Amsterdam; conforme a instrucciones que el veneciano depositante le enviaría posteriormente al banquero florentino, por carta (con la firma que el banquero tuviese registrada). Pero el florentino tampoco transportaba físicamente las monedas, era muy peligroso. En vez de ello, Giovanni le escribía a su agente en Amsterdam, Andries: le indicaba en una carta que había pagado por su cuenta, en Florencia (con parte de las monedas que le depositó Nicolo), la pimienta que sus clientes en Holanda habían comprado, mercadería que sí iba camino a Amsterdam, proveniente del puerto de Venecia. A cambio, Andries recibiría instrucciones de Giovanni para pagarle (con las guineas que sus clientes le habían dado para comprar la pimienta y a la tasa de cambio previamente acordada) a Diederik. Giovanni y Andries sólo hacían transportar cartas o mercadería, muy rara vez, monedas (sólo los pequeños saldos de una conciliación anual). Lo importante es que ambos estuvieran siempre de acuerdo en los saldos contables, que así se constituían en un nuevo dinero bancario que se podía transportar (por carta), internacionalmente. Además, Giovanni y Andries pronto notaron que bastaba tener sólo una pequeña proporción de monedas en efectivo (más o menos una octava parte), porque los depositantes conservaban la mayoría de su dinero en forma de saldos a su favor, por largos períodos, sin ir a retirar sus monedas. Eso quería decir que los banqueros podían ‘poner a trabajar’ (dar en préstamo) las otras siete octavas partes de las monedas depositadas. Para incentivar a los depositantes, los banqueros les pagaban un pequeño interés por los depósitos que dejaran, ‘en custodia’, a plazo fijo...”
“Esta capacidad de transportar saldos bancarios, en vez de contante y sonante, pronto llamó la atención de príncipes y reyes, que al fin y al cabo, tenían que pagar por sus guerras, sus palacios y sus amantes. Lo importante era tener saldo en el banco. Así, pronto Giovanni recibió una solicitud de préstamo por cien mil florines de un príncipe alemán, Hans, que quería comprar armas (e irse de farra) en Milán. Tras indagar un poco, Giovanni le dijo a Hans que con mucho gusto le daría el préstamo, si mediante un contrato se comprometía a entregarle un castillo que el príncipe alemán tenía en Berna, Suiza, en caso de inclumplir las condiciones del préstamo (el florentino sabía que era muy difícil que el alemán pudiera doblegar a los jueces suizos en caso de controversia). El interés que devengaría el saldo acreedor, por supuesto, era bastante superior al que pagaba Giovanni a los deposítantes; pero eso no era obstáculo para un príncipe como Hans, cuando estaba necesitado de dinero. Giovanni, secretamente, había averiguado que ese castillo lo quería comprar otro príncipe, suizo, por el doble del valor del préstamo, ‘si se lo podía conseguir Giovanni’. Puestos todos de acuerdo, el florentino acreditó la cuenta del príncipe alemán (creando un saldo a su favor), para que con ello se le pagara a los milaneses, con procedimiento análogo al usado en Amsterdam, dejando por otro lado registrada una deuda de Hans a favor del banco florentino, garantizada con un activo (el castillo suizo) que valía el doble de la deuda. Pocas monedas cambiaron físicamente de manos. Se movieron mucho, eso sí, las armas milanesas y los saldos contables...” (Esta misma columna, el 17 de febrero del año pasado).
La inconveniencia y el riesgo de andar acarreando “el metálico”, también condujo a que los banqueros le entregaran a sus clientes “vales” para cambiarlos por metálico, al portador, contra presentación. Si el vale era de un banco “conocido” y “confiable”, mucha gente prefería sólo usar esos vales o “billetes de banco”, pasándolos de mano en mano, en vez de el metálico. Conforme los billetes se iban ganando la confianza del público, el uso del metálico se fue relegando sólo para conciliaciones “finales” o para transacciones de poca monta. Había nacido el “papel moneda”. Pronto hubo envidia de los gobernantes hacia ese “dinero inventado” que podía viajar y que estaba hecho de papel y al que después los economistas bautizaron con el elegante nombre de “emisión monetaria”. El corazón del sistema seguía siendo la adecuada conciliación de los saldos contables. Con el paso del tiempo, la lucha por controlar esa “magia” devino un largo y encarnizado pleito entre príncipes y banqueros, mediante el cual los gobiernos pretendían arrebatarle a los banqueros ese poder. En el siglo XIX, esa guerra entre Estado y Banca, la ganaron los gobiernos. Siguiendo el ejemplo del Banco de Londres, el primero en hacerlo, hoy casi todos los gobiernos del mundo controlan monopólicamente “su” emisión monetaria a través de “su Banco Central” o una institución equivalente... y no siempre de la manera más sensata. A partir de la conferencia de Bretton Woods, en 1944, se establecieron las modernas reglas bancarias internacionales, usando al metal amarillo, el oro, como el activo de conciliación final, equivalente a “las monedas” de los banqueros florentinos. No obstante, en 1971, Richard Nixon, retiró ese activo universalmente aceptado de su rol de “conciliador final” (argumentando que “el respaldo” del dólar era en realidad “su poder de compra”, en una economía fuerte y diversificada) y así, más temprano que tarde, todas las monedas del mundo, desligadas del “patrón oro”, se volvieron estrictamente “fiduciarias” y el Estado, el único emisor en su jurisdicción...
La Historia enseña que si los Estados abusan de este poder de emitir moneda (ya sea para obras sociales o para robárselo), es decir, si emiten mucho dinero “sin respaldo”, la implacable Ley de la Oferta y la Demanda, los castiga con la inflación y la devaluación (si Argentina, por ejemplo, “emite” muchos pesos, los precios en su economía suben y el peso, inescapablemente, se devalúa, en relación a otras monedas). Pero como “la vida no es justa”, aún este fenómeno económico tiene sus excepciones. Mucha tinta se ha gastado, por ejemplo, para explicar cómo el Japón y los EEUU han emitido “toneladas” de yenes y dólares, sin sufrir el castigo correspondiente, siempre que su deuda sea en la misma moneda que ellos emiten. De allí viene la supuesta “Modern Monetary Theory (MMT)”, que en dos platos se reduce a que mucha gente “confía” (¿por el “poder de compra” del que hablaba Nixon, en esas diversificadas economías?) en los yenes y los dólares, como “resguardos de valor” (versión “papelizada” del oro) y consiguientemente, buena parte de esos “saldos” (en yenes o en dólares) se “guardan” -no se gastan- y al “no poner presión desequilibrada” sobre “la demanda agregada”, no presionan los precios como sería de suponer. Además de que nunca dejarán de pagar intereses y capital, para lo cual sólo les hace falta “emitir”. Nadie sabe, por supuesto, hasta dónde se puede llegar en esta arena, porque “las cosas funcionan, hasta que ya no funcionan”...
Pero he aquí que en Octubre de 2008, el mítico Satoshi Nakamoto publicó la descripción teórica y el andamiaje operativo de un nuevo instrumento financiero: el “bitcoin”. Aprovechando el maridaje entre el poder computacional y las telecomunicaciones, este invento le arrebató a los Estados, de nuevo, el control cuasi absoluto que tenían sobre la emisión monetaria. Siendo que el dinero bancario, como ya quedó explicado, no es más que saldos contables aceptados como valores transferibles para liquidar deudas, el bitcoin, mediante un registro público “distribuido” (en cientos de miles de computadoras por todo el mundo) surgió como un nuevo dinero, autónomo y electrónico. Calcula automáticamente –a través de “mineros” espontáneos, según reglas impersonales e inmutables expresadas en su ‘software’ público y pagados en ‘nuevos’ bitcoins- los cambios en los saldos ordenados voluntariamente por los participantes en las transacciones, que de esa manera, no se pueden hacer trampa entre sí. Al constatar que los saldos del sistema (actualizado más de cinco veces por hora en todo el mundo), son registros públicos, seguros, de huella histórica inalterable, validados a cada paso por miles de participantes, el bitcoin devino durante la siguiente década (por su creciente aceptación pública) una especie de “oro virtual”. Devino una divisa inmaterial e infinitamente divisible, transferible a nivel global de manera pseudónima y rápida, entre las partes directamente interesadas, mediante esos Registros Públicos Distribuidos que no son administrados por banquero o por autoridad alguna, sino por reglas públicas, impersonales y anti-inflacionarias (de emisión exponencialmente decreciente, hasta un máximo futuro de 21 millones de unidades, que se alcanzará, se estima, en el 2140), que residen “en el sistema”, que a su vez, reside “en la red”. Por estas características y en un mundo en el que los gobiernos han perdido toda moderación monetaria, el bitcoin pasó de ser un “jueguito interesante”, a ser un resguardo de valor que hoy vale alrededor de sesenta mil dólares la unidad (o si usted lo prefiere, más o menos UN KILO de oro); aparentemente destinado a ser el referente de valor monetario universal...
El asunto viene a cuento porque ahora nuestro inquietante “criptovecino”, ha anunciado que va a emitir “bonos bitcoin”. Con la tarjeta de crédito del sistema FMI “topada”, El Salvador ya no puede conseguir recursos, en ese sistema, para continuar con su política fiscal expansiva. Astutamente, no obstante, Nayib Bukele está recurriendo a una emisión de bonos cuya captación se destinará en un 50% a comprar bitcoin y el otro 50% a crear infraestructura física. Parte de la apuesta es que los inversionistas institucionales que tienen prohibido destinar sus dólares para comprar bitcoin, pueden hacerlo “indirectamente” a través de estos bonos. Un rendimiento similar al que ya ha tenido ese activo en el pasado reciente, haría que la infraestructura “le saliera gratis”. Si el rendimiento es menor, pues la infraestructura también podrá darle los rendimientos usuales, de manera que el riesgo es atractivo para el inversionista y habrá demanda de sus bonos. En próxima entrega le daré detalles, amable lector. Por ahora, el espacio no da para más, pero le adelanto que lo menos que podemos hacer los chapines, es “abrir bien los ojos”...
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 30 de Noviembre de 2021"
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