“Déjenme emitir y controlar el dinero de una nación y entonces no me importará quién escribe las leyes…” – Mayer Amschel Rothschild.
A mediados del siglo XV, un banquero florentino, Giovanni, recibió de un comerciante veneciano, Nicolo, un depósito de más de diez mil ducados (una gran bolsa de monedas). Tras convertirlos a florines a una tasa mutuamente acordada, el depósito serviría para que de ello el florentino tomara una fracción y se los enviara a otro comerciante, holandés, Diederik, sin que el veneciano tuviera que arriesgarse a transportar físicamente las monedas hasta Amsterdam; según instrucciones que el veneciano depositante le enviaría posteriormente al banquero florentino, por carta (con la firma que el banquero tuviese registrada). Pero el florentino tampoco transportaba físicamente las monedas, era muy peligroso. En vez de ello, Giovanni le escribía a su agente en Amsterdam, Andries: le indicaba en una carta que había pagado por su cuenta en Florencia (con parte de las monedas que depositó Nicolo), la pimienta que sus clientes en Holanda habían comprado, mercadería que sí iba camino a Amsterdam, proveniente del puerto de Venecia. A cambio, Andries recibiría instrucciones de Giovanni para pagarle (con las guineas que sus clientes le habían dado para comprar la pimienta y a la tasa de cambio previamente acordada) a Diederik. Giovanni y Andries sólo hacían transportar cartas o mercadería, muy rara vez, monedas. Lo importante es que ambos estuvieran de acuerdo en los saldos contables, que así se constituían en un nuevo dinero bancario que se podía “transportar” (por carta), internacionalmente. Además, pronto notaron Giovanni y Andries que bastaba tener sólo una pequeña proporción de monedas en efectivo (más o menos una por cada ocho registradas), porque los depositantes conservaban su dinero en forma de “saldos” por largos períodos, sin ir a retirar sus monedas. Para incentivar a los depositantes, les pagaban un pequeño interés por los depósitos que dejaran a plazo fijo… A cada paso, Giovanni y sus agentes cobraban una “pequeña comisión” y todos contentos. Esta capacidad de “transportar” saldos bancarios, en vez de contante y sonante, pronto llamó la atención de príncipes y reyes, que al fin y al cabo, tenían que pagar por sus guerras, sus palacios y sus amantes. Lo importante era “tener saldo en el banco”. Así, pronto Giovanni recibió una solicitud de préstamo por cien mil florines de un príncipe alemán, Hans, que quería comprar armas (e irse de farra) en Milán. Tras indagar un poco, Giovanni (que no tenía esa suma) le dijo a Hans que con mucho gusto le daría el préstamo, si mediante un contrato se comprometía a entregarle un castillo que el príncipe alemán tenía en Berna, Suiza, en caso de incumplir las condiciones del préstamo (el florentino sabía que era muy difícil que el alemán pudiera doblegar a los jueces suizos en caso de controversia). El interés que devengaría el saldo acreedor, por supuesto, era bastante superior al que pagaba Giovanni a los depositantes, pero eso no era obstáculo para un príncipe como Hans, cuando estaba necesitado de dinero. Giovanni, secretamente, había averiguado que ese castillo lo quería comprar otro príncipe, suizo, por el doble del valor del préstamo, “si se lo podía conseguir” Giovanni. Puestos todos de acuerdo, el florentino “acreditaba” la cuenta del príncipe alemán (“creaba” un “saldo a su favor”) para que con ello le pagara a los milaneses, con procedimiento análogo al usado en Amsterdam, dejando por otro lado registrada una deuda de Hans a favor del banco florentino, garantizada con un “activo” (el castillo suizo) que valía el doble de la deuda. Pocas monedas cambiaron físicamente de manos. Se movieron mucho, eso sí, los saldos contables…
Así fue que el banquero Jakob Fugger, por ejemplo, le prestó al emperador Carlos “V de Alemania y I de España” tanto dinero (para sus guerras y otras linduras) que quebró al Estado español en el siglo XVI, mientras Fugger se volvía el hombre más rico del mundo. Pronto hubo “envidia” de los gobernantes hacia ese “dinero inventado” que podía viajar y al que después los economistas bautizaron con el elegante nombre de “emisión monetaria”, pues los gobiernos querían arrebatarle a los banqueros ese poder. En el siglo XIX, esa guerra entre príncipe y banquero, entre Estado y banca, la ganaron los gobiernos. Siguiendo el ejemplo del Banco de Londres, el primero en hacerlo, hoy todos los gobiernos del mundo controlan “su” emisión monetaria a través de su “Banco Central” o una institución equivalente… y no siempre de la manera más sensata. Pero he aquí que en Octubre de 2,008, un rebelde, o grupo de rebeldes, utilizando el nombre de Satoshi Nakamoto, publicó la descripción teórica y el andamiaje operativo de un nuevo instrumento financiero: el “bitcoin”. Aprovechando el maridaje entre el poder computacional y las telecomunicaciones, este invento le arrebató a los Estados, de nuevo, el control cuasi absoluto que tenían sobre la emisión monetaria. Ese control, impuesto coercitivamente a los banqueros privados (que hoy día reciben “en graciosa concesión” el poder de “crear dinero”, regulados por el gobierno para su divisa), había transferido el poder real de emisión a los gobiernos, de los banqueros que previamente habían tenido libre acceso a esa “magia”, desde el Renacimiento hasta mediados del siglo XIX. Siendo que el dinero bancario, como ya quedó explicado, no es más que saldos contables aceptados como valores transferibles para liquidar deudas, el bitcoin y otras “criptomonedas” similares que surgieron en su cauda, mediante un registro público “distribuido” (en cientos de miles de computadoras, por todo el mundo) calculan automáticamente –sin banquero o autoridad alguna de por medio- los cambios en los saldos, de manera que los participantes en las transacciones, no puedan hacer trampa. Al constatar que los saldos del sistema (actualizado más de cinco veces por hora en todo el mundo, en el caso del bitcoin) son registros públicos, seguros, de huella histórica inalterable, validados a cada paso por miles de participantes, algunas de estas “criptomonedas” devinieron durante la siguiente década (por su sorprendente y creciente aceptación pública) una especie de “oro virtual”. El bitcoin, específicamente, es una divisa inmaterial e infinitamente divisible, transferible a nivel global de manera pseudónima y rápida, entre las partes directamente interesadas, mediante esos Registros Públicos Distribuidos que no son administrados por autoridad alguna, sino por reglas públicas, impersonales y anti-inflacionarias (de emisión exponencialmente decreciente, hasta un máximo futuro de 21 millones de unidades), que residen “en el sistema”, que a su vez, reside en “la red”. Y si a usted le parece que todo esto está “en chino”, no importa: resulta que los bitcoins “en circulación”, tienen hoy un valor de mercado, en dólares, mayor a todo lo que produce Guatemala en dos años y medio y es la “moneda dura” cuyo valor ha aumentado más rápidamente en toda la Historia…
En 1,687, para demostrar la existencia de la Ley de Gravitación universal y dotar al mundo de sus famosas tres leyes, Isaac Newton tuvo que inventar, de paso, el cálculo diferencial e integral, que es un legado tan importante, o más, que las propias “leyes de Newton”. En forma similar, el, la o los inventores del “bitcoin”, para inventar su novedoso “oro digital”, tuvieron que inventar previamente el Registro Público Distribuido, tecnología (la llamada en inglés “blockchain technology”) que permite la existencia de registros públicos confiables que no dependen de “Registrador Oficial” o autoridad formal alguna, sino simplemente de un amplio consenso sobre el estado de tales registros, entre una gran cantidad de participantes voluntarios y anónimos, operando conforme a reglas públicas establecidas desde “el arranque” del sistema. Esta tecnología “registra” un nuevo “bloque” de transacciones que afectan los saldos, añadiéndolo a todos los “bloques” anteriores (de ahí lo de “cadena de bloques” o “blockchain”) cuando cada diez minutos, cientos de miles de computadoras “distribuidas” por todo el mundo, “se ponen de acuerdo”. Cada “línea” de registro, en ese gran libro contable, puede incluir un espacio para “comentarios”. Por eso, estos Registros Públicos Distribuidos, por su confiabilidad, no estando sujetos a autoridad corrompible alguna, pueden ser utilizados para otras cosas, como por ejemplo, guardar de manera segura, pública, inalterable y accesible, la “imagen” (expresada como una secuencia de unos y ceros) de un Acta de recuento de votos… Por eso, #Fiscal_Digital ha propuesto que fotos de las Actas de las Juntas Receptoras de Votos (JRV), “firmadas electrónicamente”, se “suban” a la “cadena de bloques” (al “blockchain”) de varias criptomonedas, para que nadie las pueda adulterar. Si el Acta se diseña en formato que puedan leer fácilmente los humanos y las computadoras, cualquiera podrá ver los resultados y sumarlos sin problema, en cuanto las JRV’s terminen su trabajo. El público podría así, fiscalizar fácilmente a sus autoridades…Y así, la tecnología del “blockchain” puede contribuir a una mejor gobernanza. La audaz propuesta guatemalteca ha sorprendido a los entendidos, despertado interés en otras latitudes y por eso su impulsor ha sido distinguido con un premio internacional…aunque aquí le cueste tanto a algunos entenderlo, ya no digamos aceptarlo…
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 18 de febrero de 2020"
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