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Foto del escritorCiudadano Toriello

Cómo modernizar al Capitalismo guatemalteco

Actualizado: 26 ago 2019

La desigualdad es un veneno social, tolerable en pequeñas dosis; de otra manera, letal a la paz.


Ya he mencionado antes en esta columna que un análisis estricto del éxito de la República norteamericana, debe partir del reconocimiento de que ese éxito fue fruto de la aplicación de una economía de mercado a una sociedad sin marcadas desigualdades. Ese experimento social empezó en el noreste de lo que hoy son los Estados Unidos, como producto de una serie de casualidades históricas, que plantó en un territorio semidespoblado a comunidades que buscaban vivir en paz y armonía, en el siglo XVII. Esas comunidades se organizaron espontáneamente en granjas unifamiliares en las que cada familia tomaba tanta tierra como fuera necesaria para alimentarse y prosperar, sin mayores restricciones, pero sin mayores excesos. En el Sur de esa entonces América inglesa, al contrario, se establecieron gigantescas plantaciones en las que un puñado de euroamericanos comandaba a una población esclava, importada con violencia del África, para cultivar “productos de exportación”, como el tabaco y el algodón, resultando aquello en una muy desigual sociedad de empresarios acaudalados y trabajadores miserables. El incipiente sistema regional del noreste se consolidó a nivel nacional hasta que en la Guerra Civil (1,861-1,865), Abraham Lincoln pudo imponerle al Sur el sistema norteño de menor desigualdad, derrotando al modelo esclavista, el “capitalismo de plantación”; tan parecido, cabe anotar, a lo que emergió en la América Latina (aquí sin generalizada esclavitud, pero con siervos de facto). La derrota del “capitalismo de plantación” en los E.U.A. no fue sólo con las armas (la guerra más mortífera para sus ciudadanos, por cierto, de la Historia de esa Nación), sino también legislativa, pues Lincoln (al abandonar los sureños el Congreso de la Unión y declarar la guerra) aprovechó para hacer aprobar por su partido Republicano los cruciales “Homestead Acts”. Éstos fueron decretos que en síntesis, le daban aproximadamente una caballería de tierra en propiedad privada, a cualquier ciudadano que lo solicitara, siempre que estuviera dispuesto a irse a vivir al menos cinco años en ella. Entre 1,862 y 1,914, más de un millón seiscientas mil cabezas de familia (una de cada cinco) obtuvieron propiedades de esa manera y “así se conquistó el Oeste”. Con esa Dotación Patrimonial Fundacional, también, se creó un inmenso mercado de consumidores, pequeños propietarios rurales, que convirtieron a Estados Unidos en la primera potencia industrial del mundo, a la vuelta de una generación…


Abraham Lincoln estaba replicando, en buena medida y casi dos mil años después, lo que la República imperial de Roma ya había hecho en Europa al terminar “las guerras púnicas” (S.II a.d.C). Frente a la presión política creada por soldados romanos súbitamente desempleados y desarraigados por el largo servicio militar, senadores y generales enriquecidos con los botines de guerra, resolvieron apaciguarlos dotándolos de tierra en los territorios conquistados. Esto, a su vez, convirtió a cientos de miles de veteranos romanos en prósperos granjeros y de paso creó, sin que se anticipara, la primera gran “clase media” del mundo, el primer gran mercado de consumo del que se tiene noticia, el primer “milagro económico” de la Historia Universal. Siguió medio milenio de una prosperidad incomprendida, un primer ensayo fortuito y a gran escala de una economía de mercado (aunque no se le llamaba así) monetizada y con comercio a grandes distancias. Esa prosperidad proveyó la base fiscal para construir acueductos, drenajes, carreteras, puertos, sistemas de correo, sistema judicial independiente, ocio, arte y espectáculo, destinados a una población creciente y predominantemente urbana. Aún hoy, vivimos bajo la influencia de aquel milagro: de Roma hemos heredado la costumbre de bañarnos y rasurarnos a diario, la de preferir un gobierno de leyes a uno de tiranos, la de exigir momentos de ocio y esparcimiento, la de tratar de evadir legalmente los impuestos y la de discutir sobre política casi todo el tiempo. Un verdadero anticipo de la vida occidental moderna, aunque sin electricidad y sin internet…


Cuando nos hicimos repúblicas independientes en la América Española, nuestros próceres no aprovecharon la oportunidad para hacer algo similar a lo que se hizo en Roma en tiempos clásicos o a lo que después haría Lincoln, en 1,862. Aquí se preservó sin mayores cambios la estructura socioeconómica del período colonial, en momentos en los que la relativa abundancia de tierras habría permitido fácilmente hacer la transición hacia la “república de todos los ciudadanos” por medio de una Dotación Patrimonial fundacional. Cuando llegaron nuestras “revoluciones liberales”, tampoco se aprovechó que la tierra era aun relativamente abundante: los “porfiristas” en México y los “barristas” en Guatemala, por ejemplo, promovieron abierta y agresivamente el “capitalismo de plantación” a fines del siglo XIX, a cambio de una supuesta “modernización ferrocarrilera”, que sólo terminó de consolidar la estructura social bipolar que nos caracteriza a los latinoamericanos y a encadenarnos al subdesarrollo. Jacobo Arbenz intentó liderar el abandono de la estructura que él llamó “semi-feudal” en Guatemala en 1,952, pero el “Decreto 900” (la Reforma Agraria), a diferencia de los “Homestead Acts” de Lincoln, no creó una masa de nuevos propietarios y consumidores, sino una mezcla de organizaciones agrarias de tipo soviético con el ejido mexicano, o alternativamente, a “usufructuarios” y al costo de una enorme conflictividad social; cosa que finalmente resultó en el estéril “conflicto armado interno”, del que no hemos terminado de sanar. De 1,954 para acá, la relación Territorio/Población y la evolución económica mundial hacen del reparto agrario en Guatemala una propuesta aritméticamente imposible, técnicamente regresiva y políticamente inviable. Sin embargo, el costo de no ensanchar drásticamente a nuestras clases medias y a nuestro mercado de consumo interno, lo pagamos con conflictividad social, inestabilidad política y estancamiento económico. Por eso nuestro pueblo emigra y lo hace hacia la tierra de Lincoln, que hoy, por cierto, se vuelve crecientemente desigual, también. Ahora que estamos por iniciar un nuevo período de gobierno, los guatemaltecos debemos encontrar una solución novedosa a esta fuente de desasosiego nacional. No es imposible: imagine usted, ciudadano, qué hubiese pasado en Venezuela, si tras el fallido primer golpe de Hugo Chávez, en 1,992, el gobierno venezolano hubiese dotado a todos sus ciudadanos con el 49% de las acciones de PDVSA y subastado el resto. Ciertamente, Venezuela sería hoy otra cosa. Algo así podemos hacer en Guatemala, hoy. Ojo, Dr. Giammattei: explore y promueva estas ideas, pues con ello, a diferencia de Jimmy, podría usted resultar mejor, mucho mejor, de lo que todos esperamos…


"Publicado en la sección de Opinión de elPeriodico el 20 de agosto 2019"

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