“...Será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta …” – respuesta atribuida, post mortem, a Franklin Delano Roosevelt por una conocida revista de noticias estadounidense (Time Magazine, 15 Nov., 1948) cuando se quejaron, por enésima vez, con él, del nicaragüense Tacho Somoza. Conocida hoy por algunos como “el síndrome FDR”, esa frase expresa la tendencia a excusar lo inexcusable, si proviene de alguien cuyo comportamiento político nos conviene o nos simpatiza...
¿Por qué hubo grandes contingentes de ciudadanos que encumbraron en Italia a Benito Mussolini o en Alemania a Adolfo Hitler, cuando ya habían abundantes indicios de sus graves falencias de personalidad y evidencias claras de comportamientos deleznables? Por tres razones básicas: miedo, cínicas expectativas de beneficio y un espíritu tribal. Hoy es relevante ahondar en ese proceso de gestación del fanatismo político derechista, pues aunque el señor que tenía el pelo color zanahoria perdió las elecciones, setentitrés millones de norteamericanos votaron por él y la mayoría de nuestra minoría pudiente no lo ha bajado del pedestal.
Vamos primero con el miedo: a fines del siglo IV de nuestra era, muchos alarmados ciudadanos del mundo romano intuían, por reveladores y ominosos indicios, un oscuro porvenir para el imperio y añoraban al frente del gobierno a un general “de mano dura”. Godos, vándalos, francos y otros bárbaros “que ni se bañaban ni sabían leer”, además de servir de mercenarios a las armas del Estado y hacer los trabajos que otros no querían hacer, penetraban por doquiera sus fronteras, su economía y su cultura, cambiándoles irremisiblemente su anterior carácter. No pasó una generación sin que aquellos temores se vieran confirmados, pues al finalizar el siglo V, aquellos sucios e ignorantes intrusos terminaron avasallándolo todo, haciendo de aquella deslumbrante civilización “de Occidente”, una vaga memoria. Hubo que esperar mil años, hasta el “Renacimiento”, para que los descendientes de aquellos incultos invasores, redescubrieran y rescataran los inmortales valores y las delicadas delicias de la civilización caída. Un temor visceral, similar al del romano de la frontera de fines del Siglo IV, es lo que perturba al granjero anglosajón y protestante y al obrero industrial sindicalizado de muchos centros urbanos de los Estados Unidos, cuando observa que cada vez más “gente de color café” y que habla español, le despacha la gasolina o le prepara el hamburgués en su restaurante de barrio; ya no digamos cuando un presumido banquero cubano le niega un préstamo desde su insufriblemente ostentosa oficina, en el “penthouse” de un rascacielos, mientras le dice obvias impertinencias a su rubia secretaria. Acosados por el desempleo y la incertidumbre, han votado y muchos de ellos votarían de nuevo por un político que se refiere públicamente a países como Guatemala y El Salvador, como “hoyos de mierda”, pues creen que “él los detendrá”. Estos asustados y desinformados votantes son aproximadamente dos de cada cinco ciudadanos “americanos” y como sus mujeres están teniendo menos de dos hijos en promedio, cada vez serán, porcentualmente, menos, en esa gran Nación norteña. Por otra parte, según múltiples estudios, la economía estadounidense no puede mantener su ritmo de crecimiento sin la absorción de constantes contingentes de nuevos inmigrantes. Sencillamente, no hay suficiente gente que recoja las hortalizas, haga las camas de los hoteles, limpie los baños, etc., en la acomodada fuerza laboral actual, ni que haga posible mantener el consumo al alza, sin los inmigrantes. Pareciera ser que ese proceso “de penetración”, apoyado en realidades demográficas, económicas y culturales, es hoy por hoy, incontenible. La experiencia migratoria, por otra parte, en la mayoría de los casos, transforma al migrante en respetuoso de las normas y apologista del sistema estadounidense; aunque cegados por el miedo, muchos rubios poco educados, no lo vean así. Por eso Donald Trump despierta su entusiasmo: les dio a entender que detendría a los bárbaros color café con leche, en el muro que hoy tiene a medio construir...
Al fenómeno anterior hay que sumar el apoyo de una estructura política con individuos mejor informados, pero que van pragmáticamente enganchados a esa locomotora del temor y la xenofobia. Y a la casi increíble caracterización de Trump como “azote bíblico” por sus calculadas concesiones a Israel y su papel en derechizar a la CSJ (“contra el aborto y los gays”), haciendo del amigo de las estrellas porno y de tomar a las mujeres de sus partes íntimas mientras las coacciona insolentemente, el “candidato cristiano”. Así, a pesar de que Trump ha violentado abiertamente las posturas históricas del partido Republicano en términos de disciplina fiscal, libertad de comercio y política exterior, entre otras muchas, muchos cínicos políticos republicanos (excepción hecha del gallardo “proyecto Lincoln” que terminará salvando el honor del GOP) “ven para otro lado”, mientras “le chupan rueda” a un movimiento que obedece más a las emociones que a las razones. Por eso, por ejemplo, hoy le hacen “caja de resonancia” a las teorías conspirativas que abultan las inevitables anomalías esporádicas que siempre han estado presentes en los procesos electorales norteamericanos. Saben que a pesar de no ser estadísticamente significativas ni evidenciar una coordinada acción de la campaña de Biden, los mitos (aunque sean leyendas negras) mantienen “el fervor de la base”, tan importante ahora para tratar de no perder el control del Senado, en “la segunda vuelta” de las senatoriales del Estado de Georgia (el 5 de enero). Pero es el espíritu tribal el que finalmente cohesiona todo: los conservadores han sido históricamente amigos del liderazgo fuerte e intolerante de la disidencia, para defender al grupo, que sabiéndose minoritario, se concibe acosado. Cuando surgieron, querían conservar la monarquía y cuando ya fue insostenible hacer la apología de reyes y “nobles”, empezaron a apoyar autócratas. Ya encasillados en formas republicanas, tienden a apoyar a los políticos que representan “al hombre fuerte”, a “la mano dura”. Por eso, en tiempos de crisis, del conservadurismo extremo al autoritarismo despótico hay sólo una línea tenue. Como diría el inmortal personaje de Quino, la aguda Mafalda: “éstos despiertan al pequeño fascista que todos llevamos dentro”. En busca de la cohesión tribal, se inventan a un enemigo mortal: Joe Biden -dicen- es una versión camuflada de Josef Stalin y el Partido Demócrata, por vía de su facción más radical, el nuevo “Partido Comunista” de los EEUU, epítome del macabro plan “del Foro de Sao Paulo”. Además, al católico Biden lo pintan como potencial verdugo de niños no-natos, irresponsable padre de un hijo descarriado y por supuesto, “peor que Trump, tan corrupto como los Clinton”...
Y eso nos lleva a los trumpistas tropicales. Ya sabemos que aquí cualquiera que no haya avalado la expulsión de la CICIG o la cooptación por las mafias del Organismo Judicial, “de plano” es chairo y lo contrario, también. Donald Trump, a cambio de la cooperación entreguista de Jimmy Morales haciéndole el juego a los temores xenofóbicos en el norte (“tercer país seguro”, etc.), retiró temporalmente el apoyo de los EEUU al combate a la corrupción guatemalteca y por eso, conservadores y corruptos locales, prácticamente, lo canonizaron. Y temen que con Biden, -de plano, chairo- el espíritu de Elliot Ness y sus Intocables, para inhibir la presión migratoria sur-norte por las buenas, vuelva también. Mientras tanto, Trump, como le resulta natural, miente, amenaza e insulta, concitando el enardecido aplauso de sus sicofantes y corifeos. Han logrado que quizá la quinta parte de su electorado sinceramente crea que si no queda Trump, es porque “le robaron las elecciones”. Buscando su supervivencia política, legal y financiera, estudia formas de “autoperdonarse” preventivamente, además de a sus familiares y amigotes. Ya no cabe duda: logró una aguda tercermundización de la política norteña, infligiéndole grave daño a su nación. Como lo resumió Michael H. Fuchs, en The Guardian, el 19 de junio recién pasado: “El libro de Bolton lo deja claro: Trump es el charlatán inmoral que siempre supimos que era”...
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 17 de Noviembre de 2020"
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