“… las masas europeas anhelan seguridad, tranquilidad y paz y opinan que las quimeras de los liberales son repugnantes… El mejor curso de gobierno es la autocracia absoluta, respaldada por un ejército leal, por una burocracia obediente y decentemente eficiente, por una eficaz maquinaria policiaca y por hombres de iglesia dignos de fiar…” – Síntesis (según Arthur May) del pensamiento de Klemens von Metternich, canciller austriaco, líder del retorno al absolutismo monárquico europeo, tras la derrota de Napoleón en 1815.
Los conservadores de la antigua América Española, coyunturalmente rebasados por los acontecimientos que dieron por resultado las repúblicas independientes de esta parte del mundo, rápidamente “volvieron por sus fueros”, tras la derrota inicial a manos de “la primer camada” de liberales hispanoamericanos. No fue sólo aquí: en México, por ejemplo, de la mano del general López de Santa Anna (once veces Presidente de esa Nación hermana, de 1833 a 1855, en alto paralelismo con nuestro Rafael Carrera) y después con Maximiliano I, cabeza del “segundo Imperio Mexicano” (1864-67), demostraron su recurrente adhesión a las ideas de autocracia, religión y “orden” (inmovilidad social e intolerancia hacia los disidentes). No actuaban en el vacío ideológico: en Europa, el príncipe Klemens von Metternich, en el Congreso de Viena (1815), celebrado mientras Wellington le propinaba su última derrota militar a Napoleón en Waterloo, había logrado concertar una política europea regresiva que coordinaba a las principales potencias conservadoras. El multinacional Imperio Austriaco, la Rusia de los Zares, Prusia (germen de la futura Alemania) y la ambivalente Inglaterra (una “república de tenderos disfrazada de monarquía” según Bonaparte, que cambiaba de postura según cambiaran sus intereses del momento), propiciaron en el Viejo Continente una difundida mordaza a la libre expresión del pensamiento, el rechazo a las pretensiones populares de gozar de gobiernos constitucionales, la omnipresente vigilancia policiaca y la ortodoxia religiosa, complemento sicológico conveniente para la sumisión de las masas. No fue sino hasta que el éxito de la República Norteamericana y las realidades de la Revolución Industrial se hicieron inocultables, que aquella reacción conservadora cedió. En 1848, tras disturbios revolucionarios en toda Europa, “el canciller” Metternich cayó, se agudizaron los procesos de integración nacional de Alemania y de Italia (que cristalizarían, ambos, hasta 1871) y consiguientemente, “el mundo ya nunca fue igual”. Coincidentemente, Marx y Engels publicaron también ese mismo año de 1848 su Manifiesto Comunista y a partir de entonces, surgió la interrogante de quién iba a desplazar (ya inexorablemente) a las autocracias conservadoras, si los socialistas o los liberales, cosa que realmente se resolvió hasta que sobrevino la Primera Guerra Mundial (1914-18): en Rusia, impredeciblemente, triunfaron los marxistas (1917) y en el resto de Europa, los liberales, con excepción de Alemania, que logró una exitosa industrialización atípica por la ruta autoritaria…
En Guatemala, mientras tanto, esta secuencia de acontecimientos empezó con la “vergüenza” de los conservadores tras el fiasco de Iturbide, el retiro de Filísola y la pérdida de Chiapas; lo que les impidió oponerse públicamente a la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC, 1823), que contrario a sus deseos, resultó compuesta por mayoría de liberales federalistas. Conforme a las predicciones conservadoras, el retiro de la fuerza militar mexicana dio lugar a un intento de golpe de Estado (la “asonada de Ariza”), que aunque rápidamente sofocado por el Gobierno Provisional de la Asamblea (un triunvirato ejecutivo), dejó muertos y heridos y un clima de tensión que motivó a los ciudadanos a armarse. La ANC dio por resultado la Constitución de la República Federal de Centroamérica (1825), una mezcla de la estructura orgánica de la Constitución de los EEU con las doctrinas liberales de la Constitución Española de 1812 (“la Pepa”). Al instalarse el primer gobierno republicano, sin embargo, mediante la efectiva utilización de la posición económica del clan Aycinena y de otros grandes comerciantes, más la habilidad de sus allegados para influenciar el debate periodístico, los conservadores volvieron a dominar la escena política: en el primer Congreso Federal (de 30 diputados) había 16 conservadores, 12 liberales y 2 “no comprometidos”. En las elecciones para el primer Presidente, el escrutinio de los sufragios (uno por cada distrito de 15,000 habitantes) les resultó aún más favorable: 41 para José Cecilio del Valle (hondureño, conservador), 34 para Manuel José Arce (salvadoreño, liberal), 4 para otros y 3 nulos (el de Petén por irregularidades y los de Cojutepeque y Matagalpa, por llegar fuera de tiempo). Estando ensoberbecida por el triunfo, a “la familia” le disgustó la insolente independencia republicana con la que empezaba a desenvolverse su antiguo empleado, “el sabio Valle”, quien aparentemente “no iba a dejarse manejar”. Mostrando su poder, se acercaron entonces a Manuel José Arce (liberal, pero por su condición social, “menos acomplejado” que Valle) y pactaron con éste un “magistral acomodo” mediante el cual los 41 votos de Valle, que no constituían “la mitad mas uno” de los 82 distritos (aunque sí de los 79 sufragios efectivamente emitidos), no iban a considerarse mayoría absoluta. Consiguientemente, “en elección de segundo grado”, en un Congreso dominado por los conservadores “y creyéndose muy listos”, le otorgaron la primera Presidencia Federal al liberal salvadoreño…
La contrapartida de la arrogancia “aristocrática” del clan Aycinena y sus adláteres, era el apasionado resentimiento de los liberales “exaltados” de la capital, como los hermanos Barrundia (“eternos críticos de todo”), quienes desde entonces vieron a Arce con desconfianza, sin menoscabo de su visceral odio a los Aycinena. Cuando Arce intentó comportarse como un Presidente de todos, de unidad entre provincianos y capitalinos, como un moderado que sirviera de puente entre liberales y conservadores, “los fiebres” se enfrentaron a él con odiosa intransigencia, acusándolo de “vendido” a “la familia”; cosa que se complicó cuando tras la renovación de la mitad del Congreso a fines de 1825, este poder federal volvió a tener mayoría liberal. Los conservadores capitalinos, por otra parte, nunca confiaron del todo en Arce (“por guanaco y por cosechero fiebre”). Los desplantes mutuos rápidamente condujeron a una Crisis Constitucional en la que el Presidente de la Federación terminó arrestando al Jefe (liberal “exaltado”) del Estado de Guatemala (Juan Barrundia), para ponerlo a disposición de la Legislatura Estatal. Los Estados levantaron tropas y la Federación también y en menos de lo que canta un gallo hubo abierta guerra civil (1827-29), que terminó en esta primera etapa con la entrada de Francisco Morazán (liberal, hondureño) a la ciudad de Guatemala, al frente del “Ejército Aliado Defensor de la Ley”. Morazán impuso “empréstitos forzosos” para pagar a su ejército y enfrentar los gastos de trasladar la capital a El Salvador; confiscó propiedades de “la oligarquía” y de la iglesia y expulsó del país a sus más señalados personajes (los Aycinena, los Piñol, los Batres, los Nájera y los Montúfar, entre otros), a las órdenes religiosas y al arzobispo (Ramón Casaus y Torres). En ese clima, tras la renuncia de Arce, Morazán quedó eventualmente electo Presidente Federal y Mariano Gálvez, Jefe del Estado de Guatemala y se vino “una diarrea de reformas legislativas” (disolución del Consulado, nuevos impuestos, matrimonio civil y divorcio, fomento de la inmigración extranjera y el libre comercio, educación laica y gratuita, juicio por jurados, “desamortización” de propiedades de la iglesia, etc., etc.). Los conservadores, desde el exilio, fomentaron la disensión en “santa alianza” con el clero, que desde los púlpitos arengaba a un pueblo ignorante y confundido a desafiar al “gobierno hereje”, que había hecho descender sobre Guatemala “el castigo de Dios”. Eran “tiempos del cólera morbus” y las brigadas sanitarias del ilustrado Mariano Gálvez (que echaban antisépticos en las tomas) fueron acusadas por los curas de “envenenar las aguas” de los poblados. La insurrección se generalizó en Centroamérica y finalmente, en 1839, para júbilo de los conservadores, Rafael Carrera y sus desarrapados montañeses, surgidos “espontáneamente” entre aquel caos, derrotaron contundentemente a Morazán en la ciudad de Guatemala. Lo que comenzó con el irrespeto de los poderosos a la voluntad popular en las urnas (el fraude a Valle) estaba dando su amargo fruto: el surgimiento de una especie de monarquía aldeana. La “noche de los treinta años” había comenzado…
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 23 de Marzo de 2020"
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