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  • Foto del escritorCiudadano Toriello

Ingreso Básico Universal

Actualizado: 2 mar 2020

“Cuando los (estadounidenses) blancos le dicen al negro que ‘se levante a sí mismo jalándose de las correas de sus propias botas’…me hacen pensar que efectivamente, todos deberíamos buscar levantarnos ‘jalándonos de las correas de nuestras propias botas’…pero es un chiste cruel decirle eso a quien desde hace generaciones…anda descalzo…La República Americana no le ha dado nunca al negro SU PRIMER par de botas…” – Martin L.  King, Atlanta, Georgia, 8 de mayo de 1,967.


En 1,968 un grupo de economistas que posteriormente serían reconocidos como grandes luminarias y entre quienes se encontraban, entre otros, Milton Friedman y el futuro Nóbel, Paul Samuelson, se engarzaron en un memorable debate, estimulados por un agudo comentarista televisivo, el conservador William F. Buckley.  Se trataba de cómo preservar “el estado de bienestar” que las economías capitalistas modernas (reformadas y reguladas después de que Occidente aprendiera las lecciones acerca de qué fue lo que realmente condujo a la segunda guerra mundial) ya habían logrado alcanzar.  Se temía que el mayor acercamiento que había logrado la humanidad a condiciones de utopía (al darle a los desfavorecidos del sistema un “colchón de seguridad”, sobre todo, para cuando quedaran temporalmente desempleados) estaba en grave peligro de sucumbir: defectos de diseño (la aparentemente inevitable creación del “ocioso profesional”), su operación corrupta (fraudes en la asignación de beneficios sociales) y el creciente costo del sistema, provocaban temores sobre una inminente debacle de la seguridad social norteamericana.  Adelantándose a su tiempo, en estos debates se divulgó una postura de Milton Friedman (haciéndole eco a una propuesta similar, más sencilla, de Martin Luther King) que sorprendió a sus seguidores: aquel adalid de los mercados libres (en su libro “Capitalismo y Libertad”, 1962) había propuesto como solución definitiva un “impuesto sobre la renta negativo” que (tras los cómputos del caso, según los ingresos de cada individuo) venía a resultar en un “ingreso garantizado” universal.  Las cinco razones que invocó  Friedman, para sustentar aquella inesperada propuesta, fueron: (1) Reduciría la burocracia gubernamental y todo lo que ello implica, al reemplazar a un gran cúmulo de programas sociales existentes; (2) Estimularía al mercado libre, haciendo que las necesidades de desempleados y desposeídos se convirtieran en demanda efectiva; (3) Rompería la dependencia del subsidio, pues no se penalizaría en la práctica a quienes obtuvieran otros ingresos, lo cual sí ocurre en el sistema actual, que “descalifica” a quienes consiguen trabajo y consiguientemente, los encadena sicológicamente a la eterna dependencia; (4) Haría posible actividades que en el sistema actual no son compensadas, como el trabajo cívico o cultural voluntario; y (5) Eliminaría la fuente principal de las percepciones de injusticia en la sociedad…


Para que aquel súbito incremento en la demanda agregada no resultara una simple burbuja inflacionaria, sin embargo, los impuestos generados (OJO: por el ISR, a tasa única) sobre ingresos que estuviesen por encima del “ingreso garantizado universal”, debían ser suficientes para mantener el equilibrio fiscal presupuestal (a mayor ingreso garantizado, mayor tasa y viceversa). En la muy productiva economía norteamericana de aquellos días, los cálculos de Friedman señalaban que la tasa única propuesta estaría apenas unas décimas por encima de la menor de las tasas para el ISR entonces vigente… Pero aquellos debates se quedaron en meras disquisiciones académicas, entre otras cosas, porque las burocracias de la seguridad social, políticamente poderosas, nunca quisieron “soltar el hueso”.  Además, porque el capitalismo industrial norteamericano no estaba, entonces, enfrentando una inminente “crisis existencial”, como la que algunos vaticinan se está iniciando con la aparición del “desempleo estructural” que causará –que ya está empezando a causar- la automatización.  Hoy, hay quienes advierten sobre la inminente aparición, en las sociedades capitalistas desarrolladas, de una mayoritaria “clase inútil”, mejor caracterizada como “inempleable económicamente”, como fruto de una inevitable “robotización” de muchas anteriores ocupaciones: desde abogados y enfermeros, hasta choferes de camión, pasando por oficinistas, cocineros, lavadores de platos, etc., etc.  Arguyen, quienes esto advierten, que a diferencia de las anteriores revoluciones industriales, ésta, “la cuarta”, tiene características exponenciales que no permiten, como en macro-desajustes económicos previos y en números suficientes, “pasar de fontanero del tren, a operador de máquinas Diesel”, a media carrera productiva. De hecho, el tema cobró nueva aunque efímera notoriedad, porque en la hoy abortada campaña del precandidato demócrata Andrew Yang, éste fue “el caballito de batalla” de su mensaje.  La propuesta de Yang, por cierto, era más sencilla (implica menos burocracia de “control”, menos cálculos y adopta el nombre de moda: “ingreso básico universal” – UBI, por sus siglas en inglés) que la de Friedmann: transferencia incondicional de mil dólares mensuales a todos los ciudadanos, pagadera con un nuevo impuesto (una versión peculiar de lo que los chapines conocemos como el IVA) dirigido a empresas gigantescas que según él, hoy no tributan “su justa parte” (Google, Amazon, Facebook, etc.)…


El tema da para mucho párrafo, como es obvio, por lo que en esta ocasión sólo me referiré a un interesante vaticinio y a una reflexión final.  El vaticinio tiene que ver con que (según los tecno-optimistas) la causa de “la futura crisis del primer mundo”, lleva consigo su propia solución: aquello de que “no hay tal cosa como un almuerzo gratis”, no chocará con esta propuesta de solución al “desempleo estructural” masivo en sociedades muy productivas y de alta tecnología, porque su producción descansará, cada vez más, en “esclavos inanimados”, alimentados “por el sol o por el átomo”. Ellos, los nuevos esclavos inanimados, pagarán, con su producto (bienes y/o servicios), el almuerzo “gratis”; aunque por nuestro pasado evolutivo, estemos condicionados genéticamente para no creer que ésto sea posible. En el vaticinio de los tecno-optimistas éso es lo que les espera a las sociedades desarrolladas a fines de este siglo: ¡Nirvana!: trabajo para los robots, ocio para los humanos… Al inicio del proceso, el advenimiento de una realidad socio-económica como ésa, vendría a exacerbar el problema migratorio Norte-Sur: el incentivo para migrar hacia una tierra de “ingreso básico universal” sería irresistible para el Sur, pero crecientemente innecesario –peor, oneroso- para el Norte (que tendría a los robots, cada vez más, haciendo “el trabajo sucio”, incluyendo la efectiva vigilancia de sus fronteras). Lo cual me lleva a la reflexión final: “la quinta razón” invocada por Friedman en el debate sobre el ingreso garantizado universal, revela que éste ocurrió en una sociedad que hace rato aprendió que las desigualdades extremas son mal negocio: hablaba de “eliminar la fuente principal de las percepciones de injusticia en la sociedad…” Nuestros conservadores típicamente sostienen aquí que “la desigualdad no importa, que lo que importa es la eliminación de la pobreza”.  No obstante, el veredicto histórico es claro: aunque es cierto que el primer ingrediente de la estabilidad política de una sociedad (sin la cual no hay progreso económico sostenido) es una atención razonable de sus necesidades básicas; el segundo, no menos importante, es que la mayoría no perciba que es objeto de injusticia. Sentirse tratado injustamente produce pasiones sediciosas tan intensas, como sentir hambre (parte de lo que pasa en Chile, dicen algunos)…


El actual motor económico de Guatemala, obviamente, “no dá” para siquiera considerar este tipo de fórmulas que vendrán del mundo desarrollado en el futuro.  Sin embargo, nuestra CC se acaba de disparar una resolución que implica añadirle la bicoca de ¡siete mil millones de quetzales! al Presupuesto Nacional, o sea “cobrarle” (vía inflación o impuestos) unos ¡cien dólares! anuales adicionales a todos los ciudadanos guatemaltecos, para favorecer a la USAC, al propio OJ, a las municipalidades y a otro puñado de favorecidos.  Será muy interesante ver qué lecciones aprendemos de éste imprevisto y aún no plenamente asimilado “golpe de timón” en la macroeconomía de Guatemala. ¿Será que el nuevo gobierno, adaptándose inteligentemente a la resolución de la CC estimulará agresivamente la “oferta” (la producción de bienes y servicios) para hacerle frente a ese incremento en la “demanda agregada”, creando un inicialmente artificial “boom” económico local? ¿O será que el andamiaje republicano se pondrá a prueba una vez más –como con el cuento de la CICIG- para hacer nugatorio “el shock” que la resolución implica? El asunto es aún impredecible, pues es posible anticipar aliados políticos de la CC hasta en círculos inesperados, como el de algunos exportadores; ésos que hace rato vienen cantando que el quetzal está sobrevaluado y quienes verían – probablemente sólo en secreto- con buenos ojos una presión inflacionaria sobre nuestra moneda local…


"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 25 de febrero de 2020"

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