Vivimos en un país en el que aunque siete de cada diez guatemaltecos habría querido que la CICIG no fuera expulsada, nuestro “democrático” régimen político la expulsó. Si se convocara a un referendo para ratificar a la nueva magistratura de la CC, me atrevería a apostar que habría que repetir el proceso de selección y nominación de los actuales magistrados. Nuestra “elección” de “mandatarios” para el Ejecutivo, por otra parte, pasa previamente por un sucio y alambicado proceso de zancadillas que termina dándonos a escoger “de los males, el menor”. Para el Legislativo, nos ofrecen un “menú de desconocidos”, que junto a los alcaldes, se “cocinan” con adjudicaciones dubitables por un impunemente opaco TSE. Y son los encumbrados a estos dos organismos y un par de cuestionables grupos arrimados, quienes, con esos poco fiables orígenes, nos recetan a las más altas cortes del Organismo Judicial. Vivimos en un régimen en el que la función misma del Estado es violentada a ojos vista, sólo excepcionalmente con alguna consecuencia: piense usted, por ejemplo, en algo tan loable como la misión de la “Autoridad para el Manejo Sustentable de la cuenca del lago de Amatitlán (AMSA)”, que en vez de utilizar los duramente extraídos recursos del pueblo para preservar esa maravillosa herencia natural, sirvió para enriquecer burda e ilegítimamente al hermano de la Vicepresidenta de turno y a sus compinches... hasta que lo descubrió la -ahora expulsada- CICIG. Por la vía de (1) las “plazas fantasma”, (2) el sobreprecio en toda compra de suministros (bienes o servicios) y (3) la exacción “para agilizar” una miríada de artificiosos requisitos “legales” en casi todas nuestras actividades cotidianas, en general, el “servicio público” se ha convertido en un descarado mecanismo para enriquecer a mediocres y tramposos a costillas del contribuyente. Y para que con esos recursos millonarios y coaligados al crimen organizado, estas oscuras bandas se constituyan, poco a poco (como en Honduras) en inexpugnables mafias ¡a cargo del destino nacional! Si también tomamos en cuenta a las opacas “asignaciones constitucionales” (a la USAC, a las Municipalidades, al Deporte y la Recreación, etc.), podemos estimar que entre uno de cada tres y uno de cada dos quetzales que se le extraen a los contribuyentes, va a parar a los bolsillos de esa extendida casta parasitaria y nó a los fines legítimos de un gobierno democrático...
Pero lo peor del caso es que esas amorfas coaliciones de “ladrones de corbata” -con el tácito y a veces el explícito apoyo de nuestras élites pacatas y ultraconservadoras- tienen en Guatemala las llaves de acceso al poder del régimen... y no reformarán el sistema “por las buenas”, porque son los beneficiarios directos del mismo. Todo esto ocurre, en esencia, porque “las reglas de juego” están diseñadas para que las verdaderas corrientes de opinión de la ciudadanía, no estén realmente representadas en el gobierno. Cualquier liderazgo “fresco” es cortado de tajo “antes de florecer”... Es así como se ha impuesto la voluntad de “la mayoría de la minoría” sobre el consenso nacional, a pesar de que en Guatemala se supone existe un acuerdo entre gobernantes y gobernados, un “contrato social”. Eso se entiende que debería ser la Constitución, la explicitación del “pacto social”, ese que postula que los gobernantes no pueden actuar en lo público, sin la expresa anuencia de los gobernados. Obviamente, ciudadano, nos han dado “gato por liebre”: el contrato social guatemalteco está lleno de trampas que una legión de güisaches ha ido metiéndole para impedir que prevalezca el bien común y que la mayoría de los ciudadanos estén realmente protegidos por la institucionalidad republicana. No es casualidad: examinemos, en apretada síntesis, cómo llegamos a nuestra actual “carta magna”.
(i) El primer texto constitucional que pretendió regirnos fue el de la Constitución de Bayona (1808), de facto dictada por Napoleón Bonaparte para “civilizar” a los españoles, pues según decían entonces los imperialistas franceses, “África empieza al sur de los Pirineos”. La arrogante presunción bonapartista resultó en el airado reclamo armado del pueblo español, incluyendo a “los españoles de ultramar”, quienes en medio de una “guerra de Independencia” (en la Península, contra la ocupación francesa), convocaron a lo que hoy llamaríamos una auténtica “Asamblea Nacional Constituyente” – las “Cortes de Cádiz”, a la que el Reino de Guatemala envió diputados por cada una de sus provincias. Aquella gesta, en la que nuestro diputado Antonio de Larrazábal tuvo una participación dignísima, resultó en la Constitución de San José (“la Pepa”), promulgada el día de dicho santo, en 1812. La Constitución josefina nos constituyó, en su parte “orgánica”, como una “monarquía constitucional”, a la inglesa, digamos, en la que la Corona tiene un rol más bien simbólico y el poder efectivo reside en el Parlamento. En su parte doctrinaria, introdujo a la legalidad las demandas liberales de libertad de culto, de expresión y de acción, la supresión de los tributos discriminatorios, etc. Esta parte doctrinaria asustó a las élites conservadoras del continente hispano-americano, que sintieron amenazados sus privilegios (como su monopolio sobre el comercio exterior) y en el caso mesoamericano, las llevó a precipitar una independencia absolutista (“imperial”, la de Iturbide), antes que seguir siendo monarquistas españoles, “liberales”. Esa reacción conservadora fue superada inicialmente y por eso eventualmente logramos promulgar la Constitución de la República Federal de Centroamérica, en 1824, calcada en su parte “orgánica” de la de los EEUU. Pero con el ascenso de Metternich en Europa, los conservadores volvieron a la carga y nos dejaron sin las siete octavas partes de la Patria y sin Constitución, hasta que tras largas, onerosas y cruentas guerras civiles, nos “dotaron” con un patético remedo de la misma, a través del “Acta Constitutiva”, en la disminuida Guatemala, en 1851. Quedaba así plasmado por escrito, el largo aunque ulteriormente fallido intento de preservar, abiertamente, el carácter feudal de la sociedad guatemalteca.
(ii) Los hijos del matrimonio de conveniencia entre los montañeses de Carrera y la venida a menos “aristocracia del añil”, quisieron “modernizarse” e hicieron “la revolución liberal”, la de 1871. Pero eran unos liberales “del diente al labio”, que lo que buscaban realmente, era usar “la privatización” de las tierras del Estado para beneficiarse personalmente de un “capitalismo de plantación”. Nunca tomaron muy en serio la Constitución, que tras mil excusas y demoras, terminaron promulgando en 1879. Lorenzo Montúfar (sí, ese que tenemos sentado “en el trono” en el cruce de la Avenida Reforma y la doce calle de las zonas 9 y 10), siendo un auténtico liberal, tuvo que salir al exilio en Costa Rica, en lo que aquí declaraban a Barrios “dictador Constitucional” (¡!). Los “liberales menores” que sucedieron a Barrios (Barillas y “Reinita”) y posteriormente, el déspota Manuel Estrada Cabrera, “modificaron” la Constitución cada vez que “les molestaba”, sobre todo para re-elegirse, hasta que el pueblo se hartó, en 1920 y se insurreccionó. El breve respiro republicano no duró mucho, pues don Chema Orellana (al que inmerecidamente celebramos imprimiendo “su fina estampa” en el billete de un quetzal), dio “cuartelazo” y todo volvió a las andadas, siempre bajo el mismo texto constitucional, que inclusive utilizó Ubico para organizar ¡tres veces! su re-elección. Por eso llegó la Revolución Democrática de 1944.
(iii) La Revolución produjo nuestra mejor y más auténtica Carta Magna, la Constitución de 1945. Pero la consuetudinaria reacción conservadora guatemalteca no la dejó vivir mucho tiempo, derogándola en tiempos de “Cara de Hacha” (Castillo Armas) para sustituirla sucesivamente por otro par de remedos “pleibiscitarios” de escasa legitimidad, las “constituciones” de 1956 y de 1965, que “prohibían a los comunistas”. Siguieron tres décadas y pico de “pencasos” hasta que declaramos “una paz justa y duradera”... Y así llegamos, atropelladamente, prestos a medio pergeñar el flamante texto que hoy nos rige, la Constitución de 1986. Y aunque el texto se ciñó a los formalismos del discurso republicano liberal, empresarios, militares e “intelectuales de izquierda”, pactaron un alambicado sistema en el que en realidad, el poder “se compra”. Los empresarios, ingenuamente, creyeron que como ellos eran “los del pisto”, ellos iban a gobernar. Los militares, que con la “contrainsurgencia” habían aprendido a extraer recursos del Estado, pensaron “ya jodimos al CACIF”. Y los “intelectuales de izquierda”, partiendo de la “asignación constitucional” para la USAC, pensaron que los otros dos grupos no se habían percatado del poder del “id y enseñad a todos”. Lo que ninguno de los tres grupos beligerantes pensó, es que iba a surgir el narco y por generación espontánea, una extendida “mala hierba” que hoy desplaza a los viejos grupos y carcome las entrañas del Estado...
No da el espacio de una columna periodística para mucha más explicación. Pero baste decir que nuestra República no funciona bien y que los auténticos liberales no debemos permitir que únicamente los neo-marxistas se atribuyan el deseo de reformarla de raíz. Si la Resistencia Ciudadana no logra imaginar soluciones, podríamos terminar sin país. No estoy llamando a “pegarle fuego al almacén”, ciudadano. Estoy diciendo que si no exterminamos a las ratas y no reparamos el cableado eléctrico, podríamos un día despertar “con el almacén en llamas”...
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 23 de Marzo de 2021"
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