“Atenas debe sentirse libre de exigir tributo a los aliados que protegió del terror persa. Ese tributo debe ser suficiente para mantener la flota que protegerá al mar Egeo… y también para erigir monumentos que proclamen la grandeza griega. No sacrifiquemos en el altar de la honestidad nuestros justos merecimientos… postura que sólo revela nuestra incapacidad de enseñarle a nuestros aliados la virtud del agradecimiento… ¡Cobraremos el debido tributo, pues por la eficacia de nuestra armada y la enjundia de nuestros mercaderes, esta democracia es hoy, realmente, un imperio! No temáis, atenienses: haremos esto, sencillamente, porque podemos hacerlo…” – Pericles, debatiendo contra Tucídides, hijo de Melesio, en el año 443 a.C.
Después de un rápido paseo por la solícitamente cómplice Italia de Mussolini y al frente de la alianza de los poderes occidentales, la maquinaria guerrera industrializada de los EEUU cerró, desde el oeste, la tenaza que la “Unión Soviética” (URSS) apretaba desde el este, para terminar de aplastar al poder militar de la Alemania Nazi, en mayo de 1945. Ya en Yalta, en febrero, los EEUU, representados por Franklin D. Roosevelt y la URSS, representada por José V. Stalin, dándole una “butaca de cortesía” al Reino Unido, a través de Winston Churchill, se habían repartido, por “áreas de influencia”, el mundo de la posguerra. En Japón, en agosto de ese mismo año, las bombas atómicas detonadas por los EEUU en Hiroshima y Nagasaki, a un altísimo costo humano, aniquilaron los sueños del “Imperio del Sol Naciente”, dando paso a una ocupación reconstructiva estadounidense del gran archipiélago oriental, que de esa manera, quedó en la “zona americana”. Desde el año anterior, en la Conferencia de Bretton Woods y bajo liderazgo norteamericano, se había empezado a tejer el andamiaje de un nuevo orden internacional, a partir de poner las bases de un futuro “banco mundial” (hoy, “BIRF”) y de su “fondo monetario internacional” (hoy, “el FMI”). Sobre esa plataforma financiera, se le dio el toque final a un orden político “que evitaría guerras futuras”, mediante el lanzamiento de la “Organización de las Naciones Unidas” (hoy, “la ONU”), en San Francisco, California, en 1948. El nuevo orden no toleraría a los antiguos imperios y por si quedaran dudas, una entente entre los EEUU y la URSS hizo abortar la recuperación militar del Canal de Suez por Francia y el Reino Unido (en alianza con Israel), en 1956. De esa manera, el audaz y patriótico arrebato de Gamal Abdel Nasser imponía una ostensible soberanía egipcia sobre ese paso marítimo y el poder imperial inglés quedaba públicamente defenestrado, provocando la renuncia de su humillado primer ministro, Sir Anthony Eden, pese al acuerdo secreto suscrito en contrario con los EEUU, durante el derrocamiento de Arbenz en Guatemala, en 1954. Egipto conservaría “su soberanía” sobre el canal, siempre que no impidiera el acceso al mismo a cualquier embarcación, independientemente de su origen y bandera, como lo exigía el nuevo orden mundial. Un tardío, cínico, pero en última instancia oportuno apoyo de Stalin a Mao en 1949, hizo quedar a la China Continental, aunque sólo temporalmente, “en la esfera soviética”. La OTAN y “el pacto de Varsovia” redefinieron el mapa europeo, y en casi todo el mapamundi, el tablero geopolítico también quedó definido por décadas. Era “la guerra fría”, entre los EEUU y la URSS…
Un capitalismo reformado y regulado, impulsado globalmente por la Superpotencia Norteamericana, produjo una explosión de riqueza sin precedentes históricos en las cuatro quintas partes de ese mundo de la posguerra, en el que el comercio marítimo internacional -con toda su cauda de beneficios, antes reservada sólo a las potencias marítimas- se hizo accesible hasta para los países más pequeños, al amparo de una omnipresente flota protectora norteamericana en cada uno de los siete mares. Su increíble poder económico y su ominoso poder militar pusieron a la Superpotencia Norteamericana del siglo XX en un curso paralelo al de la República Romana de hace veintidós siglos: una República devenida Imperio. Porque además de economía global dolarizada, explosión tecnológica y subyacente dominio militar, la penetración cultural estadounidense llegó de la mano de Hollywood primero, y de Netflix y la internet, después. Todo esto mientras la antigua URSS implosionaba merced a su ineficacia económica. Han sido un imperio reticente, eso sí. “Uno de los principales problemas del mundo de hoy- decía el argentino Jorge Luis Borges al observar ‘la proliferación revolucionaria tercermundista’ en los setentas- es que Estados Unidos es un imperio que se niega a serlo”. El viejo conflicto romano entre la institucionalidad republicana y sus realidades imperiales, encarnaba de nuevo en los EEUU de los últimos 70 años. Su preferencia por la persuasión no violenta a la cirujía militar, apoyada por su creciente prosperidad, confundió por mucho tiempo a “rojos y cremas”; pero finalmente indujo a esa nueva república imperial, a crear un sistema de alianzas regionales “para contener la expansión soviética”, a cambio de actuar -sin cobrar tributo directo, como hicieron los atenienses- de gendarme internacional “de última instancia”. Esta postura se hizo imprescindible por una sed de petróleo que EEUU sólo podía saciar manteniendo libre el flujo marítimo a través del Canal de Suez, y se hizo viable por esa alianza de facto de potencias regionales de contención de la URSS que los norteamericanos lograron establecer en todo el mundo, sobre la base de intereses pecuniarios. El “imperio indirecto”. Aún hoy, la estabilidad geopolítica respaldada por los EEUU, se mantiene así: frente a Rusia, la OTAN en su Occidente y (desde 1979) China al Oriente; frente a China y Norcorea, terrenos inhóspitos a su oeste y Japón y otras potencias regionales, al este. Frente a Irán, Israel y ahora, Arabia Saudita… y así, en toda región estratégicamente relevante…
Pero he aquí que los yacimientos de esquistos le quitaron urgencia al patrullaje marítimo y aeroespacial internacional, que hoy ya no es “interés vital” de unos EEUU inéditamente autosuficientes en petróleo. Además, la disminuida Rusia ya no es un rival que como la antigua URSS podía jugar con Washington el jueguito aquel de la “mutua destrucción asegurada” (MAD, por sus siglas en inglés). Pasarán décadas antes de que China, pese a su súbita riqueza y a sus calculados desplantes, pueda tomar con alguna credibilidad el antiguo sitial de la URSS como rival letal de los EEUU. Por eso, a ojos vista, los EEUU “han bajado la guardia”. A todo lo anterior hay que añadir que cambios demográficos y culturales al interior del subcontinente norteamericano se han traducido en una pérdida de interés general en la geopolítica, mientras su electorado se sumerje cada vez más en la digestión de sus propios problemas. Por eso algunos le dan lectura errónea al reciente pero cada vez más evidente repliegue de la república imperial. Creen ver una decadencia terminal que no existe, un irreversible abandono de posiciones. Pero aunque es obvio que hay menos apetito por la intervención, militar o encubierta, en el ámbito internacional, el poderío y las realidades geopolíticas, siguen ahí. No se confunda, amable lector: hay imperio para rato y nosotros seguimos en su traspatio. Donald Trump es una pasajera aberración histórica que será resistida por el profundo andamiaje institucional republicano, pese a los patéticos elogios con los que un par de conservadores de parroquia manchan las páginas de nuestros periódicos. No lo dude: la intolerancia del latrocinio y la corrupción, vicios sociales que rompen con las reglas del orden internacional, retornará, como pronto descubrirán los que aplaudieron “la salida de CICIG de Guatemala” y quienes hoy aconsejan que nosotros (¡!) “abandonemos a la ONU”. Inexorablemente, los “gringos” nos forzarán “a limpiar la casa”; lo harán, porque como los atenienses de la Grecia clásica, pueden hacerlo. Y ocurrirá más temprano que tarde, probablemente tan pronto como a partir de Noviembre de este mismo 2020…
"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 16 de Junio de 2020"
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