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Foto del escritorCiudadano Toriello

2024: el fin de la tercera regresión...

“El egoísta, lo mismo que el esclavo, no tiene patria ni honor. Amigo de su bien privado y ciego tributario de sus propias pasiones, no atiende al bien de los demás.  Ve leyes conculcadas, la inocencia perseguida, la libertad ultrajada por el más fiero despotismo; ve el suelo patrio profanado por la osada planta de un injusto invasor, y sin embargo, el insensato dice: ‘Nada me importa, yo no he de remediar al mundo’. Ve sacrificar a sus hermanos al furor de una cruel tiranía, con la misma indiferencia que la oveja mira al lobo que desola al rebaño.” – Benito Juárez (1806-1872), en Oaxaca, el 16 de septiembre de 1840, rememorando la gesta de Miguel Hidalgo y Costilla.


La Historia de Guatemala, desde 1821, ha transcurrido a través de tres grandes ciclos en los que un impulso renovador inicial es seguido de una implacable regresión, hasta generar las condiciones para el surgimiento de otro gran impulso social renovador.  Este 14 de enero de 2024, estaremos asistiendo al final de nuestro tercer ciclo histórico largo, al final de nuestra última regresión y a los albores de nuestro siguiente gran impulso social renovador. Veamos.

Hay que empezar por entender que los guatemaltecos, como la mayoría de los pueblos de la antigua América Española, llevamos a cuestas el pesado fardo de nuestra herencia colonial, aún no plenamente superada.  Somos fruto del desigual desencuentro con una Europa renacentista, que sobre la grupa de sus caballos, con el filo de sus aceros y con el atronador poder de la póvora, se impuso en menos de un cuarto de siglo sobre los numerosos pero aislados pueblos originarios de América, en momentos en los que aquellas sociedades “indianas” -por su largo y rezagado peregrinaje hasta este entonces apartado lugar del globo- apenas asistían al apogeo de su neolítico tardío.  Sin escritura cotidiana, sin bestias de carga, sin metales utilitarios, sin defensas naturales para las enfermedades que traían los extranjeros; y sin instrumentos financieros para hacer acopio de los grandes recursos que requería su defensa y de todo lo cual sí disponían los invasores, aquel fatídico choque entre dos mundos tan diferentes, resultó, tras la cruel hispanización de fórmulas despóticas precolombinas, en una sociedad abismalmente desigual y profundamente injusta, además de catastróficamente reducida a menos de una quinta parte de lo que fue su población original. Tras tres siglos de abigarrado mestizaje étnico y cultural, sin embargo, inspiradas por las revoluciones de la América Inglesa y de Francia, nuestras mejores mentes soñaron que otro mundo era posible; uno en el que la persona -sin atención al color de su piel o a sus creencias- nacía naturalmente libre y en el que los gobernantes no debían gobernar “por derecho divino”, sino merced a un “contrato social”, en el que los gobernados consentirían sus mandatos, sólo a cambio del irrestricto respeto a sus derechos naturales inalienables...

 

El primer gran ciclo (1821-1871): de la Independencia a la Monarquía aldeana.


Nuestro primer impulso renovador buscaba, pues, una independencia republicana. Pero aquello amenazaba los privilegios de la oligarquía criolla, que fundaba su prosperidad en el “legal” monopolio de la exportación del añil y en el control de las importaciones, a través del Consulado de Comercio, con todo el entramado social feudaloide que eso implicaba.  Atemorizados, además, por el prospecto de un “reino del terror” como el que había sacudido a los galos tras la Revolución Francesa y que parecía haber cobrado nueva vida en México (donde Morelos fusiló al ex Presidente de la Audiencia de Guatemala, en Oaxaca, en 1812), las élites locales conspiraron desde el principio para impedir -de jure o de facto- la adopción de tales fórmulas republicanas.  Consideraban peligrosa la libertad de expresión, la libertad de consciencia y por supuesto, la libertad de comercio real -que les quitaría su lucrativo monopolio del comercio exterior. Mariano de Aycinena, audaz hijo menor del “Primer Marqués”, al enterarse de que en la Península Ibérica se había adoptado de nuevo la previamente derogada Constitución de Cádiz de 1812 y que de consiguiente, el imperio español se volvería irremisiblemente republicano (tras el golpe de Estado que le propinó Rafael Riego al inepto y traidor Fernando VII, en 1820), entabló correspondencia clandestina con Agustín de Iturbide.  Iturbide era el jefe militar del ejército criollo mexicano, que ya para entonces había ajusticiado a Hidalgo y a Morelos y que mantenía “a raya” al insurgente Vicente Guerrero, en México, todo con el propósito de preservar las fórmulas monárquicas... 


Por eso, entre 1821 y 1829, se da un proceso que aquí nos lleva de una incruenta Independencia “arreglada” a nuestra primera guerra civil (en esta tierra en la que “la Conquista la hicieron los indios -tlaxcaltecas acompañantes de ‘Tonatiuh’ y sus efímeros aliados,  los cakchiqueles- y la Independencia, los españoles” -los criollos aycinenistas, que se sentían “españoles de ultramar”); pasando por una antidemocrática anexión “al primer Imperio Mexicano” (el de “Agustín I”).  Esto último con el “discreto apoyo” de tropas mexicanas al mando del mercenario Vicente Filísola.  Tras la debacle iturbidista en México, no obstante, hubo que convocar a la Asamblea Nacional Constituyente que el prócer José Cecilio del Valle logró “colar” hábilmente en la Declaración de Independencia y con ello, se llegó a la proclamación de la Constitución Federal centroamericana de 1824; teniéndose que lamentar, en el proceso, nuestra primera gran pérdida territorial, la de Chiapas, sufrida mediante pleibiscitos celebrados “bajo la protección” de las tropas de Filísola, en su lento retorno a la capital mexicana.  Tras un abochornado silencio durante la redacción de la Constitución, sin embargo, el efímeramente avergonzado “Clan Aycinena” volvió a la carga, al celebrarse las primeras elecciones de la joven nación istmeña.  Con sus dineros, el Clan impuso fraudulentamente (en “elección de segundo grado”) al añilero salvadoreño Manuel José Arce como primer Presidente de la nueva república, desconociendo la limpia victoria electoral del llamado “sabio” Valle, un hombre inteligente y de principios, conservador honesto, pero “inmanejable” por el voluntarioso Clan.  Aquello, indefectiblemente, tras envenenar el ambiente político, nos condujo al enfrentamiento militar entre Mariano de Aycinena, ya descaradamente como Jefe del Estado de Guatemala, y el patriota liberal hondureño Francisco Morazán, al frente del “Ejército Aliado, defensor de la Ley”; que tomó la ciudad de Guatemala en 1829 y quien en vez de fusilarlo, junto a sus secuaces, sólamente lo desterró.


Entre 1829 y 1839, tras una breve “luna de miel” liberal en la que gobernó al Estado de Guatemala el expósito Mariano Gálvez y Francisco Morazán asumió como Presidente Federal, desde el exilio el Clan Aycinena conspiró para derrocar a la República. Incendiarias homilías, redactadas por el infame arzobispo exilado Ramón de Casáus y Torres, desde La Habana, pero financiadas por el “tercer marqués”, el también ensotanado Juan José de Aycinena y Piñol, pintaron en los púlpitos a nuestro primer gobierno liberal como a un gobierno “hereje”, que “casaba y descasaba” (a través del matrimonio civil y el divorcio) y que le había arrebatado “el magisterio” (con educación pública, laica y gratuita, a manos del Estado) a “la santa, católica y apostólica”, además de habernos traído como retribución divina por tan pecaminoso comportamiento colectivo, “el azote” del cólera morbus.  La confiscación de inmuebles de una Iglesia terrateniente, beneficiaria de “manos muertas”, para poner ese “capital congelado” en circulación, había sido “sacrílego”. Ésto según unos curas que -merced a las coloniales leyes contra la usura- eran los únicos autorizados para prestar dinero y que además, “educaban a tus hijos y hasta confesaban a tu mujer”.  Y ni hablar del “peligrosísimo” sistema de los “juicios por jurados”, que pondrían la justicia “en manos del populacho”. Los dineros del aycinenismo -y su amplia red comercial, casi intacta- se volcaron entonces a armar y abastecer a las desarrapadas tropas de Rafael Carrera, que por llevar al cuello escapulario, crucifijo y su “cacho” de pólvora, fueron conocidos como “los cachurecos”.  Con la aquiescencia de los aristócratas y la eficaz colaboración de los curas, estos “indios de la montaña”, literalmente, “le prendieron fuego al país”; y tras derrotar a Morazán en Guatemala en 1839, sus jefes no descansaron hasta verlo fusilado, a él sí, en San José de Costa Rica, un aciago 15 de Septiembre de 1842, a 21 años de la firma de nuestra ingenua Declaración de Independencia.  Esta reacción conservadora, destruyó, a propósito, la frágil unión centroamericana, reduciéndonos territorialmente a una quinta parte de lo que una vez fuimos; restauró su monopólico Consulado de Comercio y dio inicio a “la noche de los treinta años” (1839-1871). Eventualmente, proclamó a Carrera “presidente vitalicio” (1854), para continuar gobernando sin Constitución; y este peculiar rey de aldea, hasta nombró “sucesor” (Vicente –“el Chente”- Cerna). Era una monarquía aldeana de facto, aislada, mojigata e ignorante, en un territorio atrozmente disminuido;  la regresión aycinenista, había triunfado...

 

El segundo gran ciclo (1871 a 1944): de la Reforma Liberal a la Revolución social.


Pero se habían desatado fuerzas sociales difíciles de reprimir.   Por un lado, la irracional tozudez conservadora ancló el destino de la oligarquía criolla a un mortecino mercado del añil, cuyo cultivo fue trasladado a la India, por los principales compradores, los ingleses. El Clan “habilitaba” (financiaba), casi exclusivamente, a dicho cultivo y preferentemente, sólo a través de “gente conocida”; lo que terminó por quebrar a la propia aristocracia criolla y al país.  Mientras tanto, los “montañeses” que habían acompañado al despreciado “indio Carrera” en el gobierno, habían resultado modestamente enriquecidos a la sombra del poder, convirtiéndose en “poquiteros” de la grana o cochinilla (un tinte rojo, fácil de cultivar con poca tierra y también apetecido por la industria textilera inglesa); y ello dio lugar a nuevas “casas comerciales” (banqueros de avío), las de Herrera, Samayoa y Larraondo, cunas de nuevos ricos y futuros ahijados del poder.  300 rifles de repetición que Juárez le dio a Miguel García Granados precipitaron el proceso, pues un 30 de junio de 1871 las tropas revolucionarias entraron triunfantes a la ciudad de Guatemala, tras derrotar a unas más numerosas tropas gubernamentales, miopemente aferradas a los fusiles de un tiro, con bayoneta.  En la siguiente generación, los hijos de los “montañeses” terminaron casándose con las hijas de aquella aritocracia del añil venida a menos, adoptando muchos de sus prejuicios y estilos de vida.  Fue esta generación, emblematizada por el mestizo Justo Rufino Barrios (quien se casó con la hija adolescente del criollo quetzalteco Juan Aparicio), la que impulsó las “reformas liberales”.  Buscando esquivar el inevitable declive de la grana y para no correr la suerte de los añileros, propiciaron el cultivo del café, que -por su naturaleza más agroindustrial y su creciente mercado mundial- iba a requerir de mejores puertos, de ferrocarriles, de telégrafos y de bancos. Así, abandonaron el credo conservador y se volvieron fervientes creyentes “del régimen de propiedad privada”, ése que “estaba detrás” del auge económico de otras partes del mundo. Y del diente al labio, también de un “Estado de Derecho”, ¡con todo y Constitución!, como correspondía a un régimen dizque “liberal”... 


Pero mientras en otras latitudes se creaban crecientes clases medias con la “privatización” de las tierras sin dueño (como hizo Lincoln en los EEUU), aquí el reparto de “las tierras baldías” del país se hizo de manera corrupta y desigual, agudizando la bipolar estructura social que heredamos del período colonial. Con la creación del flamante “Registro de la Propiedad”, los allegados al nuevo régimen “se sirvieron con la cuchara grande”, agudizando la dualidad latifudio/minifundio original y creando también “legislación laboral” que les garantizaba “mano de obra barata”; una amplia servidumbre de facto, complemento necesario para implantar exitosamente una versión tropical del anglo-sureño Capitalismo de Plantación. Algunos intelectuales auténticamente liberales, con amargura, protestaban sotto voce, como lo revelan estos versos del autor de nuestro himno nacional, José Joaquín Palma, cuando lamentaba un 15 de septiembre: “¿Por qué Patria hoy que se baña tu suelo en justos regocijos, olvidas a tus pobres hijos, los indios de la montaña?”... “Ahí viven tristemente, entre la choza y la tienda, labrando la ajena hacienda con el sudor de su frente... y... Sin esperanza y sin luz, en su existir precario ¡cada hacienda es un calvario, cada cafeto una cruz!”.  Pero cientos, primero y unos cuantos miles después, hicieron negocio.  Aquellos “liberales” hasta nombraron a Barrios ¡“dictador Constitucional”!  en lo que muy pronto devino un “aycinenismo sin Aycinenas”; y esta alambicada regresión, por un tiempo, fue políticamente invencible.  El “progreso” -de los pocos- se hizo sentir por encima de los postulados auténticamente republicanos.  Pudo más la corrupción, la carrera tras el dinero y el poder de un ejército nacional convertido en “el brazo armado del Partido Liberal”...


La búsqueda del “progreso” que simbolizaba el ferrocarril, el telégrafo y una agro-industria inserta en el comercio internacional, condujo a las subsecuentes “dictaduras liberales” (¡!?) por la ruta de agudizar nuestra esquizofrenia social con la opaca entrega de tierras nacionales a cambio de “inversión extranjera”; una que nos convirtió, a partir de Estrada Cabrera, el dictador de los 22 años, en la quintaesencia de la “república bananera”.  Esa en la que la United Fruit Company (UFCO), devenida la principal terrateniente del país, era también dueña de nuestros puertos, de nuestros barcos, de nuestras comunicaciones telegráficas nacionales e internacionales y “del tren”. Una empresa transnacional que tenía más poder que el propio gobierno en un país con amplísima mayoría de desposeídos.  Pero aquel desarrollo desigual, como ocurrió también en México entre 1910 y 1920, no podía prevalecer indefinidamente.  Con los aires democratizadores que la lucha internacional contra el fascismo puso en boga tras la Segunda Guerra Mundial, Guatemala entró tardía pero abruptamente al Siglo XX, cuando los  ciudadanos Jorge Toriello Garrido, Francisco Arana Castro y Jacobo Arbenz Guzmán, encabezaron el movimiento que derrocó al sucesor de Ubico, el dictador “liberal” de los catorce años.  Era la revolución del 20 de Octubre de 1944, el inicio de nuestra primera “primavera democrática”...

 

El tercer gran ciclo (1944 a 2024): de la Revolución a la Democracia de fachada.


Durante diez años (1944-54), Guatemala avanzó por una senda similar a la que habían tomado inicialmente otras naciones hoy desarrolladas.  Durante el gobierno de Juan José Arévalo Bermejo (1945-1951) se modernizaron las leyes bancarias y fiscales, se creó el Seguro Social y se mejoraron los sistemas de salud; se impulsó la educación pública y por primera vez en nuestra Historia, hubo intentos serios de expandir y apuntalar a la clase media. Con la Reforma Agraria de Arbenz (1952-1954), sin embargo, el proceso se empezó a desviar de otros antecedentes exitosos, pues con ella no se crearon, realmente, nuevos propietarios individuales; aunque con sus mecanismos “colectivos”, inspirados en el ejido cardenista mexicano y en el koljós soviético, se benefició directamente a una de cada seis familias guatemaltecas.  Los errores y los excesos de la Reforma Agraria guatemalteca no eran nada que el proceso democrático no hubiera podido corregir con el tiempo, si éste hubiese continuado. Algo, no obstante, que ya nunca sabremos si habría sido posible,  pues en el proceso (la expropiación de tierras ociosas, pagadas con bonos del Estado al precio declarado para propósitos fiscales) se habían afectado poderosos intereses. Entre otros, los de la “frutera”, a la que se le expropiaron poco menos de mil kilómetros cuadrados de tierra ociosa (de los dos mil doscientos que poseía).  La United Fruit Company había sido crucial para el ascenso del General Eisenhower a la Presidencia de los EEUU, quien con su apoyo derrotó -para la nominación republicana- al “agrarista” Douglas MacArthur (el que había dirigido “reformas agrarias capitalistas” en Japón, Corea del Sur y Taiwán) y en consecuencia, tenía gran influencia en Washington.  Así, los hermanos Dulles (uno, Secretario de Estado y el otro, Jefe de la CIA) y Henry Cabot Lodge (Embajador de los EEUU ante la ONU), todos consultores, socios y dirigentes de la UFCO, convencieron a “Ike” de que era necesario derrocar al gobierno “comunista” de Arbenz...


En un ambiente político previamente envenenado desde la trágica muerte del triunviro Francisco Arana en el “puente de la Gloria” en 1949, la conspiración de la CIA para derrocar a Arbenz (1954) contó con el entusiasta aplauso -y la obvia colaboración- del “anticomunismo” guatemalteco:  los grandes finqueros, una curia entonces aún muy conservadora (enemiga “del comunismo ateo”) y en general, la siempre asustadiza “mayoría de la minoría” de Guatemala.  La mal llamada “liberación” echó las agujas del reloj para atrás: se “devolvieron” la mayoría de las tierras afectadas por la Reforma Agraria y se “tropicalizó” la “cacería de brujas” que el senador Joe McCarthy había puesto de moda en el Norte, descubriendo “comunistas” hasta debajo de las piedras. Fue en aquel contexto que surgieron quienes pensaban que el camino para la mayoría sí era -después de todo- una ruta de violencia revolucionaria, basada en el marxismo-leninismo, y se alzaron en armas contra el Estado. Siguieron años en los que la mayoría de los guatemaltecos quedaron atrapados “entre dos fuegos”, amenazados por dos bandos extremos con los que pocos se querían identificar.  Hasta que la Historia nos rebasó: la mayoría se dio cuenta de que había remedios que resultaban peores que la enfermedad que pretendían curar. Con el telón de fondo de la Perestroika y el Glasnost, el muro de Berlín se derrumbó.  La URSS se auto-disolvió y en Guatemala, la paz, “firme y duradera”, se firmó. Con la Constitución de 1985 y el país sin “guerra interna” desde 1996,  muchos creyeron que la democracia y la prosperidad estaban, finalmente, a la vuelta de la esquina...


Pero el destino nos tenía preparada otra decepción.  El neo-aycinenismo no estaba muerto, sino sólo disfrazado, de nuevo, de “liberal”, o hasta de “libertario”.  Así, el viejo sistema de delegar en bandas de rufianes, a cambio de permitir su enriquecimiento ilícito, la preservación del status quo, volvió a la carga.  Por eso, contrario al proceso natural, la bella mariposa de la democracia experimentó una “metamorfosis inversa” y tras décadas de regresión, el sistema político guatemalteco se convirtió, de vuelta, en un espantoso gusano. De militares, guerrilleros y empresarios tradicionales, pasamos en “el post-conflicto”, a dos minorías radicales, en ambos extremos del espectro político, que se gritan unos a otros “chairos” y “fachos” y buscan alimentar la polarización de una mayoría fundamentalmente moderada, pero deliberadamente castrada de poder real.  Con ese juego, los ultra-conservadores se han garantizado, avivando el miedo “al comunismo”, el inmovilismo socio-económico.  Se han vuelto maestros en imponer la voluntad de la minoría a la mayoría.  El verdadero proceso democrático, ese en el que se debaten las ideas y se contrastan propuestas programáticas, fue suplantado por insulsas pero millonarias campañas de mercadeo político en las que -como quien vende un detergente- recurrentemente nos impusieron en la más alta magistratura, gastando montañas de dinero  mal habido, “al menos peor”.  La representación nacional en el Congreso, extraída en buena parte de listados anónimos, de “partidos” que en su mayoría no lo son, no refleja -por diseño- el verdadero peso relativo de las diferentes corrientes de opinión y consiguientemente, el pueblo no se siente -ni está- plenamente representado ahí.  No debe extrañar que las Cortes que nombran estos dos organismos estatales enfermos, resulten en un sistema judicial que apaña el cada vez más descarado robo del erario y el que a los ojos del pueblo, carece de legitimidad. Mientras tanto, los hospitales están sin medicinas, las escuelas sin pupitres, los alumnos sin libros, las escasas carreteras semi-destruidas y los drenajes, el aprovisionamiento de agua, el tratamiento de nuestros desechos y los caminos vecinales, en gran medida, abandonados.  Nuestro entorno, contaminado y deteriorándose. Y la mayoría de la gente, con suerte, apegada a un trabajo precario, esperando no ser víctima, en el momento menos pensado, de nuestra generalizada inseguridad... Para rematar el cuadro, la cleptocracia gobernante se ha negado tercamente a reformar las “reglas del juego” que la han mantenido en el poder; y con el eficaz sistema de “tasajear” a la oposición, intentó, una vez más, imponernos, contra viento y marea, a minoritarios y de antemano comprometidos candidatos (o candidatas), en la pasada elección...

 

La inesperada astucia de la ciudadanía guatemalteca


Pero “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”.  A pesar de las trampas y los sesgos estructurales del sistema, en el 2023, inesperadamente, el electorado  identificó a un candidato que inicialmente escapó “del radar” de las fuerzas regresivas y lo premió con su voto.  La alianza entre los que no quieren que las cosas cambien y los rufianes encargados de preservar las actuales “reglas del juego”, entró en pánico.  Pero era tarde.  La “segunda vuelta” confirmó la enorme magnitud de la demanda política insatisfecha.  Su hartazgo con un gobierno de ladrones que persigue de manera dizque legal, pero obviamente injusta, a los disidentes. Su hastío con los cínicos “millonarios instantáneos” que descaradamente se aferran al poder. De esa manera, una espontánea coalición de juventudes y liderazgo indígena, encabezó al anteriormente disperso apoyo de la mayoría silenciosa.  Así, un irreprimible deseo por recuperar la esperanza en un futuro mejor, se arremolinó tras un Presidente electo que ha prometido una “segunda primavera democrática”.  La revolución tecnológica de los medios de comunicación le hizo imposible al régimen mantener, como antes, el control de la opinión pública.  El tradicional apoyo (en busca de la estabilidad regional) del gobierno norteamericano, se revirtió; ello ante la creciente evidencia de que el inmovilismo socio-económico local repercute negativamente sobre las presiones migratorias sur-norte, a las que en los EEUU se han vuelto políticamente tan sensibles. Y en ese contexto, el tradicional apoyo institucional de las fuerzas armadas al régimen, se esfumó.  Por eso, tras intentar negarle la transmisión del poder al ungido por la voluntad popular con fracasadas güizachadas, el atinadamente denominado “pacto de corruptos” se apresta ahora a hacerle cuesta arriba al nuevo gobierno el ejercicio del poder.  Creen que aún pueden impedir que se materialice otro gran impulso socio-político renovador. Pero ya son “patadas de ahogado”.  El inexorable movimiento de la rueda de la Historia ya no se puede revertir...


La mayoría de los guatemaltecos de hoy aspira a vivir en una república democrática moderna. No en una atrozmente fracasada utopía como la que sufren los nicaragüenses, los venezolanos o los cubanos, pero tampoco en la corrupta “democracia de fachada” que nuestro terco neo-aycinenismo nos ha venido recetando.  Para ello habrá que reformar profundamente nuestro sistema político, para que los partidos sean verdaderos intermediarios entre el pueblo y el Estado.  Un Estado en el que los legisladores de veras representen, conforme a su peso real en electorado, a las diferentes corrientes de opinión de la sociedad. Uno en el que la Justicia se administre por jueces y magistrados probos, como fruto de la meritocracia que aún debemos construir.  Un Estado en el que los aspirantes a la primera magistratura hayan pasado por procesos democráticos previos, las elecciones primarias, para poder ser considerados candidatos frente al electorado general. Todo lo anterior con el propósito de lograr una prosperidad general. De acercarnos a una sociedad moderna en la que la mayoría tenga acceso a una vida decente y a la esperanza en un futuro mejor. Siguiendo los pasos que otras sociedades recorrieron en el pasado, debemos lograr, tras tres intentos fallidos, la consolidación de la Auténtica República Democrática.  Esa que pertenece -y se debe- a todos los ciudadanos. 


Y “los astros parecen haberse alineado” para que logremos tal propósito.  Gozamos de un clima de inusual consenso social (del orden del 70%) a favor de un cambio de fondo, lo que propiciará la reforma política. Ello pese a la predecible resistencia que opondrá la cleptocracia atrincherada en los recovecos de la institucionalidad republicana y que aún hoy apuesta a que un retorno de Donald Trump a la Presidencia de los EEUU en el 2025, pueda contribuir a su restauración. Sólo queda por definir, entonces, si tal reforma será “por las buenas”, o si se obligará al nuevo Ejecutivo a dar “golpes de mano”, refrendados a posteriori con una Consulta Popular. Gozamos, además, de la simpatía de una comunidad internacional, que por primera vez en muchos años, nos ve posicionados para despegar.  En ese contexto, gozamos, finalmente, de condiciones favorables para hacer realidad el Corredor Interoceánico de Guatemala.  La saturación de los canales en Suez y en Panamá, aunados a la creciente tensión geo-política mundial, posicionan a Guatemala como un potencial eslabón crucial en la cadena logística global. Eso además de que el desarrollo y la operación de estas infraestructuras generarán empleo e ingresos fiscales que contribuirán decisivamente a inhibir las presiones migratorias  sur-norte en todo el “triángulo norte” centroamericano. Concebido para materializarse a través de una empresa privada, que no requerirá ni recursos ni garantías del Estado, representará, no obstante, un “parte-aguas” en nuestro desarrollo socio-económico.  Ha sido estructurado de acuerdo a un novedoso modelo de desarrollo en el que las comunidades locales pasan de ser simples espectadoras a actores -y socias- del proyecto. Por todo ello, este paso interoceánico, se constituirá en el muevo “motor económico” que hará posible la impostergable transformación nacional, ese inminente gran “salto adelante”, por el que tanto hemos debido esperar.


Así es ciudadano.  Este 14 de enero de 2024, Guatemala se apresta a entrar, con paso firme, a un nuevo ciclo histórico. ¡Ánimo!

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2 Comments


Anibal Perez
Anibal Perez
Jan 12

Estupendo logro de condensar la historia guatemalteca haciendo una critica oportuna necesaria e indispensable a medida que se avanza en la lectura. Y mantiene una coherencia formidable para que así se comprenda la historia y el presente real de este atribulado país. Todos (casi literalmente: el nuestro es un país de analfabetos formales y funcionales) hemos pasado por el repaso superficial de la historia de Guatemala desde la primaria hasta el nivel básico; y hemos memorizado al "indio Carrera", al energúmeno Barrios, la anexión tonta al imperio mexicano, sabemos al vuelo sobre Cecilio del Valle, Morazan, el latifundio, y apenas el origen de la oligarquía guatemalteca a grandes rasgos. Repaso aprendido sin pena ni gloria, como resultado que la memorizac…

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Gustavo Silva
Gustavo Silva
Jan 11

Muy ilustrativo. Yo me conformo conque el tercer ciclo inicie gobernado con honestidad y transparencia. Esa sería la primera piedra para cambiar el destino en el que hoy estamos.


Sin esperar nada para no ser defraudado una vez mas.

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